Todo o nada

Nadie cree que el proceso de paz que adelanta el Gobierno con las FARC sea un diálogo de amor y paz. Ni la euforia de la extrema izquierda reivindicándose un triunfo inexistente al lograr que esta agrupación armada reciba un reconocimiento político, que es coyuntural y de cierta forma artificial, ni el escepticismo y oposición radical de la extrema derecha a este proceso logran definir con precisión lo que ocurre con esta etapa de diálogo. No se trata de un acto de perdón ni de arrepentimiento: ni el Gobierno está dando concesiones trascendentales que permitan pensar en un manto de impunidad ni las FARC están viniendo de rodillas a pedir perdón al pueblo, al cual aún creen representar.

Este proceso se diferencia de otros, en primer lugar, por ser el resultado de una estrategia estatal de largo plazo. En 2002 cambió el ajedrez militar en Colombia con una ventaja evidente hacia el Estado. Se duplicó el pie de fuerza, se incorporó una política ofensiva basada en la ocupación del espacio que ilegalmente habían tomado como suyo los ejércitos ilegales. La Fuerza Aérea recibió material táctico y contrainsurgente que la puso a la vanguardia y permitió dar los más duros golpes contra la guerrilla. La opinión pública se volcó en un apoyo rotundo a la estrategia militar como herramienta para la recuperación del monopolio de la violencia, que corresponde a los Estados en las democracias modernas. En una década, la balanza del conflicto cambió y la guerrilla debió alterar su estrategia: de golpes masivos y espectaculares como la toma de Mitú, el ataque a Patascoy o la bomba del Club El Nogal, se pasó a ataques selectivos, en pequeños grupos y con impacto mediático, como someter al Cauca a su embestida armada y atacar flancos que creíamos seguros y que lograron identificar aún como débiles, como lo es la red de interconexión nacional.

Ciertamente, la opinión pública preferiría ver a los comandantes de las guerrillas en una cárcel, condenados a largas penas de prisión, aislados de la sociedad o dados de baja por el fuego legítimo del Estado. Evidentemente durante una década esa estrategia fue el principio rector de la política de seguridad. Visto desde un contexto más teórico, la amenaza de castigo por parte de uno de los jugadores logró mantener regulados los impulsos oportunistas de la otra parte de ese juego que es la guerra. No obstante, si bien es necesario mantener la capacidad disuasoria como un activo fundamental para garantizar la ventaja del Estado ante los violentos, en la guerra esto rara vez desemboca en una paz duradera. Si acaso permite una tregua. Los soviéticos aniquilaron a los nazis alemanes, pero el costo en vidas y en general los costos que asumió la sociedad fueron muy altos. De otro lado, aunque la experiencia de Hiroshima y Nagasaki es infame, bastó un hecho contundente como la bomba atómica para que los japoneses se vieran presionados a negociar una rendición inmediata con los Estados Unidos. Colombia no tendrá finales tan sanguinarios como los de la Segunda Guerra para su conflicto interno, pero es claro que luego de una década de ofensiva militar se presioné un final definitivo de la confrontación. Durante una década Colombia vivió una tregua, pero no se superó el conflicto. Que las FARC hoy golpeen de la forma en que lo hacen es una muestra que no fue así.

Es claro que Uribe no aprueba un acercamiento de paz con la guerrilla por estar inmerso en un conflicto político con su sucesor en la Presidencia de la República. Uribe se acercó a las FARC y negoció la salida del conflicto de las AUC, que no son propiamente merecedoras de un trato especial, si consideramos sus horrores. Que el diálogo con Uribe no se haya podido dar era algo natural: los inamovibles de los que hablaba su Gobierno no podrían haber permitido ese proceso. Pero el actual proceso que adelante el Gobierno de Santos tiene una característica interesante: las FARC llegan altivas pero golpeadas a la mesa. En dos años han perdido a sus máximos dirigentes y durante una década se les ha combatido con inusual fiereza. El antecedente más cercano de negociaciones con la guerrilla se remonta 13 años atrás, cuando el Estado se encontraba en una de las peores crisis económicas de la historia y su capacidad de cubrir el territorio era incipiente. Las FARC llegaban con un poder de fuego superior, con golpes estratégicos propinados a las Fuerzas Armadas y a sólo media hora de tomar la entrada de Bogotá. 

Para el éxito del diálogo deberá estar en la presión. El fuego debe animar a las partes a no levantarse de la silla hasta que un acuerdo sensato propicie apagarlo. Mientras tanto, la acción militar debe ser acertada y tan fuerte que mantenga la balanza a favor del Gobierno. Durante la negociación habrá que hacer concesiones, como reconocer derechos políticos a quienes se incorporen a la vida civil, pero nunca podrá permitirse una tregua. Es el final del conflicto o es la guerra abierta. Es todo o nada.

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