El fin de la pobreza
A fines del siglo pasado, Ghana, un país situado en el continente africano y golpeado por la extrema pobreza, formuló un ambicioso plan que permitiría al país cumplir el primero de los Objetivos del Milenio. El plan suponía que un grupo de países donantes aportarían en este proceso un total de 8 mil millones de dólares, que darían un impulso enorme al deseo de sacar a cientos de miles de ghaneses de la miseria absoluta. El plan, finalmente, fue calificado como poco realista por los gobiernos de los países donantes, que redujeron sus aportes a una cuarta parte del plan inicial. El realismo, sobra advertirlo, correspondía a una apreciación puramente financiera. El plan era realista toda vez que la relación costo-beneficio suponía una ventaja grande: hubiese permitido a Ghana reducir a mínimos históricos sus niveles azarosos de pobreza extrema.
Erradicar la pobreza extrema supone esfuerzos de los países ricos y de los países más pobres. Pero implica esfuerzos reales, tangibles y sinceros. Veamos a qué hago referencia con esfuerzos sinceros: hace unos años, la USAID, la agencia de los Estados Unidos para la Cooperación internacional, anunció su Iniciativa de Agua para África Occidental, la cual promulgaba como una estrategia fundamental para detener las muertes y enfermedades producto del consumo de agua no potable. Una estrategia loable, pero poco coherente con lo que se hizo realmente: 4,4 millones de dólares en tres años para una población de cerca de 250 millones de personas que habitan en esta empobrecida región de África. Como dice Jeffrey Sachs, es posible que con lo que le correspondía a cada ciudadano le alcanzara para comprar un vaso desechable, pero no para llenarlo de agua.
De modo que la lucha contra la pobreza requiere gestos de voluntad política real, un verdadero pacto para la reducción de la pobreza. En algunos países emergentes la cooperación internacional resulta más imperiosa que en otras: la situación en Colombia, si bien es apremiante, dista mucho de las necesidades de Rwanda, que demanda esfuerzos del mundo para sanar su maltrecho tejido social. Bastará hacer una comparación somera para entender cuán diferente resultan ambas situaciones: la esperanza de vida al nacer en este país africano es de 55 años, una renta per cápita de $1.133 y entre 1990 y 2000, el país tuvo un índice de Desarrollo Humano aún más bajo que los mínimos estándares aceptados por la ONU. Es decir, no basta con que el África subsahariana tenga un IDH significativamente bajo, Rwanda está por debajo de esta media. La renta promedio de un colombiano es ocho veces superior a la de un rwandés, cercana a los $8400, y tiene una esperanza de vida al nacer de 74 años. Pero conviene detenerse en el caso colombiano un momento: el IDH muestra una tendencia en general ascendente en América Latina, con un promedio en 2011 de 0.731, apenas 10 puntos básicos por debajo de la línea de Desarrollo humano considerado como alto. Colombia se encuentra ligeramente por debajo de la región, con un IDH de 0,710. Pero el reto es tan grande como las brechas que separan a unos pocos privilegiados de unas mayorías que acceden a una pequeña proporción de los recursos. El IDH palidece ante la desigualdad en el ingreso, que hace de Colombia uno de los países más desiguales del mundo. Adicional a que 20 millones de colombianos viven con lo mínimo o por debajo de necesario para subsistir.
El pacto contra la pobreza debe incluir a todos los países del mundo. Algunos países requerirán de la imprescindible cooperación internacional para frenar las variables que inciden directamente en la perpetuación de la pobreza: enfermedades, desnutrición, desigualdad de género, corrupción, acceso restringido a recursos naturales y la baja tasa de escolaridad de la población, que empuja a estas naciones a una trampa de pobreza de la que sólo es plausible salir con el apoyo decidido de la comunidad internacional. En países como Colombia y los vecinos de América Latina, por su parte, es posible pensar que las principales estrategias contra la pobreza surjan de ellos mismos. La formulación de políticas públicas orientada a la provisión óptima de bienes públicos, la construcción de infraestructura, la inmersión de los productores rurales en los mercados a través de más vías y caminos, así como la promoción de agentes que, como las ONG, impulsen el retroceso de la pobreza en comunidades vulnerables y que sean capaces de ser transmisores de información relevante sobre las dificultades más notables de estas, serán alternativas para dibujar un futuro sin pobreza.
Reconocer a la pobreza extrema como una de las plagas de nuestros tiempos ha sido uno de los aciertos más grandes que han tenido los gobiernos del mundo en las últimas dos décadas. Sólo será posible llegar a un mundo sin este flagelo con la voluntad misma de conseguirlo. No se trata, en este caso, de pretender cambiar el sistema. Al contrario, es necesario que millones de personas se beneficien de un sistema económico creador de riqueza por excelencia. El sistema no debe ser generoso ni debe contemplar principios altruistas, porque no hace parte de su naturaleza. Son los individuos quienes deben reconocer que es un deber ser generosos, solidarios y conscientes, que no es posible resignarse a que un individuo sea incapaz de cambiar una parte de la realidad. Esto lo lograremos con una estructura institucional que incentive, por ejemplo, a las empresas a obrar transparentemente, a hacer lo mínimo necesario -como pagar impuestos íntegros- pero animándolas a que hagan lo máximo posible, como lo es generar programas de responsabilidad social corporativa que afecten positivamente su entorno. Finalmente cuando millones reconocen que es posible hacer lo máximo posible, quizás como individuos no cambiemos la historia, pero al agregar estos gestos habremos construido un sistema enfocado a la erradicación de la pobreza extrema en esta generación.
Al final, este día en que conmemoramos la lucha contra la extrema pobreza deberá recordarnos que aún podemos caminar con la esperanza de construir un mundo nuevo, donde esta generación haya hecho lo propio para construir un futuro donde el mundo sea un hogar para todos. Donde vivir sea un deseo, un derecho y no una jugada sucia del destino, que hoy aún millones padecen en las penumbra de la miseria.
Lectura recomendada: El fin de la Pobreza: cómo conseguirlo en nuestra época, de Jeffrey Sachs.
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