De nacionalismos y otros demonios

El fallo de La Haya no ha estado alejado de una fuerte dosis de nacionalismo de ambas partes. Por un lado, Nicaragua reivindicó sus pretensiones históricas sobre una mayor porción del Caribe, lo que ha hecho a este Estado un vecino pendenciero e indeseable. Siempre se invocó un instinto patriotero que llevó a distintos gobiernos a alinear a su nación en un desconocimiento sistemático del derecho internacional. Normalmente los países despiertan el espíritu nacionalista en momentos en que se enfrentan litigios o se tiene pretensiones territoriales. El amor por la Nación llevó a Francia a deshacerse de la invasión de los nazis, pero llevó a los nazis a cometer crímenes que aún la Humanidad lamenta. Y en estos momentos Colombia enfrenta una disyuntiva en el que el nacionalismo emerge como el fondo de la escena: una pequeña minoría sin percatarse de lo ridículo de sus intereses pide que San Andrés sea una república independiente, o hay quienes piden que se desacate el fallo sin adentrarse en las implicaciones jurídicas o armarse de argumentos sólidos más allá de la soberanía de la patria. Es claro que La Haya no consideró que la soberanía colombiana más allá del oriente de San Andrés fuera un argumento fuerte para mantenerla. Es decir, no fue una razón en sí misma.

Y es que el nacionalismo es un veneno en tiempos de crisis. Ese amor irracional por la patria lleva a que muchos fomenten el deporte máximo de buscar culpables en momentos de dificultad. Muchos patrioteros colombianos culparon a Santos de un proceso que involucró a más de 11 gobiernos en más de 30 años. Veamos el caso de España, el símbolo de la crisis mundial. La historia no dudará en catalogar a la economía española como un milagro, que luego de la dictadura de Franco y los ajustes institucionales aseguró la democracia, la participación, el fortalecimiento de las regiones y dio un impulso poderoso a su aparato productivo. En un cuarto de siglo los españoles empezaron a disfrutar de una bonanza inédita, sostenida por la finca raíz, la industria pesada y la inserción en la Unión Europea, el mayor mercado del planeta. Era improbable que en tal bonanza la crisis fuera previsible. Las regiones autónomas mantenían cierta armonía con una España más centralizada, especialmente bajo el Gobierno del Partido Popular. Pero no había queja: 6 de cada 10 empleos generados en la Unión Europea eran en España y se esperaba que en 2010 el trabajador español trabajara más que un alemán, el PIB se duplicó, las familias se endeudaron, la fiebre inmobiliaria subió y la nación entera vio crecer exponencialmente sus compromisos con los mercados internacionales de capitales. Pero ser español era ser un vecino envidiado de Europa, miles cambiaban de país por tener un pasaporte avalado por Su Alteza Real el Rey. En aquel momento, salvo grupos radicales vascos alzados en armas, la independencia de ciertas comunidades autónomas era un delirio chauvinista de quienes negaban la autoridad del Rey, especialmente republicanos de izquierda, es decir, unas minorías.

Pero hoy, en medio de la crisis, España está amenazada por la pasión nacionalista de quienes creen que la debacle económica se detiene con la disolución del Reino. El nacionalismo es peligroso, pues fácilmente convierte la historia en leyenda, la euforia en histeria, las dificultades en penas, a los caudillos en héroes, a los gobernantes en deidades. El andamiaje nacionalista catalán ha construido en torno a la historia de Barcelona y la región una serie de leyendas que soslayan la realidad; el presidente de la Generalitat, Artur Mas, no ha dudado un instante en impulsar los ánimos nacionalistas de las masas, normalmente desinformadas y ansiosas de oír palabras adornadas por una pasión. Observemos algunas de ellas:

A principios del siglo XVIII, la muerte del discretísimo rey Carlos II, último monarca perteneciente a la Casa de Austria, generó una crisis de sucesión. Muerto a los 38 años por problemas de salud propios de un anciano, dejó a los españoles sin una herencia en el trono, presuntamente por su esterilidad y, por qué no, su fealdad. Los Borbones pronto llegaron a imponer a Felipe d'Anjou como el nuevo rey de los territorios de la Península Ibérica y tendría uno de los reinados más largos de la historia. En aquel momento Cataluña, que había firmado la unión a la Corona de Aragón en el siglo XII, era gobernada por una dinastía local, provinciana y oligárquica, que añoraba que los Habsburgo tomaran de nuevo la corona de Aragón y Navarra y consolidaran a la nación española, gobernada desde Barcelona. El recelo de los catalanes a sus vecinos franceses hizo que Rafael Casanova, hoy exaltado como caudillo catalán y recordado en la Diada, fungiese como el conseiller de cap de la ciudad y dirigiese el levantamiento contra los Borbones. En realidad, los catalanes confiaban en la nación española en manos de la Casa de Austria y no aceptaban que los Borbones franceses llegaran a Madrid. La primera gran falacia de los nacionalistas catalanes es relatar la historia de Cataluña al margen de la Historia de España. Jamás mencionan que a la llegada de Felipe V, en 1700, su región ya llevaba cuatro siglos de unión formal a lo que luego formaría el Reino de España. Casanova fue un caudillo de los aguiluchos, que deseaban a un Habsburgo como su gobernante. Es falso que fuese una especie de libertador que luchó contra la opresión de una región a otra; de alguna forma Cataluña compartía un sentimiento español, pero discrepaba de quién sería la cabeza del Estado. De hecho la Guerra de la Sucesión española tuvo apenas uno de sus capítulos en esta región del Mediterráneo, porque los sucesos se desarrollaron en torno a una dividida España, en la que una parte simpatizaba con la llegada de la Casa de los Borbón y otros con los Habsburgo. Es notable  cómo un manejo distorsionado de los sucesos históricos puede poner a España en el cadalso y condenar a su economía. 

Cataluña sin España puede que en el largo plazo se consolide como nación, con una economía estable, pero enfrenta los mismos problemas que la economía española en su conjunto: bajos niveles de inversión en innovación y desarrollo, así como una actividad sostenida por una industria que ha decrecido en los últimos años, una actividad agrícola fuerte a pesar de la escasez de recursos y una fuerza laboral principalmente concentrada en los servicios y el comercio. A su vez, la situación de Cataluña se hace más compleja dado que es una economía altamente dependiente de la inversión extranjera y cerca de la mitad de sus productos son adquiridos por el resto de comunidades autonómicas de España. La falange independentista no sólo ha invocado planteamientos históricos imprecisos sino que también hace cuentas ligeras sobre lo que puede ser el futuro económico de los 7 millones de catalanes. Países pequeños como Suiza, Dinamarca o Luxemburgo han basado sus éxitos económicos en economías altamente tecnificadas, unos servicios diferenciados y una reputación que las hace indudables destinos de la inversión, así como una amplia conexión comercial con el resto de países. En el contexto en que una eventual secesión catalana fuera realidad, es incierto cuál sería la reacción de los consumidores españoles y de los inversionistas internacionales, que tal vez prefieran una España unida que una Cataluña independiente. En todo caso, es cierto que hablamos de nacionalismo y otros demonios, comunes a los políticos oportunistas que no dudan en jugar con el futuro de sus pueblos con tal de acreditarse como paladines de la justicia y luchadores contra la opresión, que en ambos casos habitan en sus mentes.






Comentarios

Entradas populares de este blog

El transporte como bien público

Siloé y el mensaje que le queda a Cali

Pobreza, desigualdad y responsabilidad social