Todo puede suceder
La campaña presidencial que concluye este martes 6 de noviembre en los Estados Unidos promete dejar varias anécdotas para la historia. El primer afroamericano en la Oficina Oval se juega su continuidad frente al que podría ser el primer presidente mormón de la historia de la mayor potencia mundial. Es un juego entre las visiones de un país que lucha por salir de una crisis que en la última década ha restado poder económico y político a Washington, en un mundo cada vez más multipolar. Los Estados Unidos hoy enfrentan un panorama económico aún tordo, con una tasa de paro ligeramente inferior a la de 2008, cuando el Partido Demócrata llegó de nuevo a la Casa Blanca. Los desafíos aumentan cuando la población dependiente de la ayuda del Gobierno se ha incrementado con la misma tendencia que el crecimiento económico no se muestra lo suficientemente fuerte para crear empleos capaces de traducirse en la capacidad del individuo de obtener su sustento. Más aún, hoy buena parte del crecimiento del producto estadounidense responde al gasto del Gobierno federal, porque el sistema productivo privado no logra generar el impulso necesario. Sin embargo es claro que de alguna forma el tamaño del problema desbordaba el mismo conocimiento del Presidente Obama y su capacidad de acción.
Indudablemente Obama fue elegido para devolver al país esa esperanza que muchos sentían se había perdido. Un país paralizado por el alto gasto militar para sostener varios frentes de guerra y el estruendoso fracaso de las tesis neoconservadoras del Gobierno de Bush. Es seguro que la presencia de un hijo de un africano y una americana blanca, sumado a sus orígenes humildes, su visión pragmática y centrista y el deseo de rescatar a las clases más golpeadas de la crisis desbocó el entusiasmo de millones, dentro y fuera de los Estados Unidos. Barack Obama representó dejar atrás una década de momentos más agrios que dulces y se enfrascó en la idea de rescatar a su país. Y de alguna forma lo ha querido hacer: promulgó la reforma al sistema de salud, que de un plumazo dio cobertura a millones de ciudadanos que hacen parte de la red de atención médica más precaria del mundo desarrollado; dio punto final a los conflictos de Irak y Afganistán; inyectó millones de dólares que salvaron al sector real -especialmente la industria automotriz- de sucumbir en el ciclo recesivo; relajó las rígidas posturas diplomáticas de Washington y evitó que la economía de los Estados Unidos se fuera al barranco.
La elección presidencial de este próximo martes pone sobre la mesa dos propuestas: la visión de un demócrata afroamericano, que ha gobernado a la nación más poderosa del mundo los últimos cuatro años con un esfuerzo histórico por mantenerla a pesar que las adversidades la fuerzan a estar por debajo de su misma grandeza. Cuatro años después Obama debe reconocer que vio más pequeño el problema de lo que era y sus esfuerzos resultaron bastante cortos para cambiar ese panorama. Economistas liberales como Paul Krugman no dudan en calificar como insuficiente el esfuerzo de revitalizar a la economía de los Estados Unidos que promovió el Gobierno. De manera que el hoy presidente basa su esfuerzo por lograr la reelección en prometer que desde el 20 de enero de 2013 hará lo que no consiguió desde el 20 de enero de 2008. Y es donde la figura de Mitt Romney cobra fuerza, pues aunque promueve un programa de gobierno que en algunos aspectos recuerda a las medidas impulsadas por Bush, es claro que en una coyuntura de crisis la variable podría tomar un valor inesperado.
Romney es miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, recubierta de gran misterio para la opinión pública que la mira con extrañeza; es millonario, comulga con las tesis más puras del capitalismo norteamericano y se sustenta en valores muy conservadores que generan la mejor impresión pero que en otras bases más liberales pueden causar escozor. Su oposición a los matrimonios del mismo género, al aborto y a medidas que los más liberados confían se implementen pronto para consolidar la modernidad lo hacen presa fácil en un país en el que la mitad es de principios conservadores y la otra mitad es una sociedad muy abierta. Sólo esto podría ocurrir si en el mismo territorio hay ciudades de 16 millones de personas como Nueva York o Los Ángeles y otra como Salt Lake City que no tiene más de 200 mil habitantes y el 80% de su población es mormona. La probabilidad de encontrar diversidades extremas es enorme en un país como los Estados Unidos.
Pero más allá de esos aspectos ideológicos, los Estados Unidos asisten a la urnas para reelegir un gobierno que no ha logrado hacer despegar a la economía más importante del planeta o elegir a un presidente como el Gobernador Romney, que promete crear 12 millones de empleos basado en una política de reducción de impuestos, estímulos a la mediana y pequeña empresa, la apertura comercial a mercados como el latinoamericano -del cual su país se ha alejado en la era Obama- y la reducción del gasto federal, transfiriendo ciertas cargas a los entornos locales y estatales. La fe ciega de Romney en la iniciativa privada les recuerda a muchos la doctrina de Bush que algunos juzgan la causante de la debacle. Lo que sí es cierto es que esta elección estará marcada en la historia por ser la más costosa, la más reñida y en donde los candidatos se reparten la misma probabilidad de ser elegidos. Son dos posiciones que convergen en la búsqueda de la recuperación de los Estados Unidos de América pero que proponen dos caminos muy diferentes para conseguirlo. En las actuales condiciones es plausible pensar que la sociedad norteamericana se encuentra dividida en dos. Y yo me voy con la mitad que espera que Romney llegue a la Casa Blanca, en medio de la irrelevancia de mis palabras. Este martes todo puede suceder. Lo que sí es cierto es que el camino hacia la recuperación no será fácil.
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