La industria del fin del mundo

Hay una diversidad de temas bastante amplia que me hubiera gustado tocar, pero nada viene mejor ahora como este histórico 21 de diciembre de 2012, que insólitamente surge por una idea de un delirante arqueólogo estadounidense referente al descubrimiento del calendario maya en América Central y en la que cree el 20% de los chinos, el 10% de los españoles y un porcentaje similar en el resto de países. En la historia moderna se contabilizan 183 desatinadas predicciones de un fin cruel de la humanidad de la mano de diferentes sectas, algunas cristianas y otras seudo-científicas que en todo caso han tenido su auge en las últimas décadas. Entre 2000 y 2012 van cerca de ocho delirantes ideas de un supuesto Apocalipsis, casi la misma cantidad que entre 1900 y 1950, posiblemente en la medida en que el mundo está más conectado, donde las tecnologías de información son el difusor apropiado de esas ideas. La idea del calendario maya es quizás la más fuerte desde el peligro planteado por el inexistente Y2K de 1999, cuando hasta programas radiales se emitían para teorizar sobre los efectos devastadores del cambio del siglo. Sectas cristianas, sin aparente relación con un calendario indígena americano, adoptaron como propia esa fecha del 21 de diciembre para aguarle la fiesta navideña a más de un observador desprevenido. La diferencia, y lo vergonzoso, es que la teoría cobró fuerza y se expandió rápidamente sin dejar en claro qué causaría ese cruel fin del mundo. De hecho llegó el 21 y la gente no sabe si mirar al espacio exterior, mirar a un reactor nuclear, mirar los sismógrafos o las tumbas de donde emergerá un apocalípsis zombie.

Pero, ¿qué hay detrás de tantas y tan persistentes tesis que a pesar de su fracaso repetitivo movilizan tantos ánimos?, análogamente pienso en la industria del cigarrillo, que a pesar de ser un factor comprobado de enfermedades de alta complejidad sigue siendo uno de los bienes más demandados. Las tesis del fin del mundo juegan con la incertidumbre y la ignorancia de los creyentes, uno más maleables que otros. En la mente del hombre siempre persiste la idea del peligro. El hombre vive prevenido en las grandes ciudades, en una calle oscura, en altamar, en un avión, ¿por qué no sentir temor de lo que ocurre en un universo que difícilmente llegaremos a conocer a plenitud?, pero es precisamente en casos como este donde la ignorancia se hace rentable. Y espero no sea sorpresa para ninguno, pero hablar del fin del mundo es una industria dinámica y sumamente rentable. Primero conviene ver los orígenes de esa idea, que normalmente se sitúan en la creencia teológica de las sociedades. Un Ser Supremo que obra justicia entre su pueblo con la destrucción de los impuros y la redención de los corazones contritos; particularmente el Cristianismo espera la segunda venida de Jesucristo y supone que su llegada estará precedida de fenómenos devastadores. Los hombres se congregan en Iglesias para conocer el camino que le permitirá evitar caer en el Cataclismo. Hasta allí, ningún misterio. En mi caso particular, estoy seguro que estar en la Tierra tiene una razón y me resulta imposible creer que una naturaleza plagada de perfección sea de tan corta duración. El tema quizás está en esas sectas ocultas, que son el motor de esa industria. Raelianos, Unaristas, Nuwabians, místicos, sectas fanáticas cristianas, que han descrito a su manera el fin del mundo. Evidentemente, como es predecible, en sus manos habita la solución final a la cual todo hombre puede acceder sólo si se une a su agrupación y, por supuesto, paga el costo de hacerlo. El modelo empresarial del fin del mundo es admirable: una integración vertical que tiene en su base una estructura ideológica que produce esas ideas y tiene en los diferentes medios de comunicación a canales implacables de difusión y comercialización.

Vamos a un caso elocuente: la película 2012, de Roland Emmerich, estrenada en 2010, recaudó finalmente cerca 770 millones de dólares, cuando su producción apenas llegó a los 200 millones. Una película bastante trivial y al mejor estilo apocalíptico hollywoodense, que logró dar en el clavo: el fin del calendario maya y el morbo del público movido por la curiosidad, el miedo y ese íntimo sentimiento que mueve al amarillismo en la prensa. Es normal, por ejemplo, que en los barrios donde se cometen más homicidios la gente compre más el diario que muestra las fotografías del homicidio y cuenta con detalles escalofriantes los sucesos, al diario que relata con una crónica judicial discreta el mismo evento. Del mismo modo, el hombre no duda en  imaginar el final de la humanidad, un síntoma que sugiere que muchos desearían asistir a su propio funeral. La venta de libro, la realización de conferencias, la venta de bienes y servicios que juegan con el miedo y la incertidumbre de los incautos forman un negocio rentable, en crecimiento y que sólo necesita un aparato ideológico capaz de producir ideas: de resto, para tristeza de muchos, se difunden solas, se venden solas y la gente las compra muchas veces sin haber mediado una decisión de consumo. En el amanecer del día 22, cuando la Humanidad descubre que nada ocurrió, volveremos a mirarnos y aceptar que somos fácilmente permeables por esta clase de teorías y sus autores harán el cálculo económico que determina el éxito de todo negocio: el beneficio superó al costo. Millones en sus cuentas, un poco de desprestigio pero toda una vida para disfrutar de la riqueza obtenida. Al final de cuentas, en unos meses lo habremos olvidado y será cuestión de tiempo cuando un evento natural o algún evangelio apócrifo sirvan de capital semilla para otra idea de emprendimiento: otra idea del fin del mundo. Bien lo dijo un sacerdote católico con referencia a esta fecha: la mala teología produce catástrofes físicas y morales, pero aún no es capaz de destruir al mundo. 

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