Ya no va el tren a Buenaventura
El reciente anuncio del Gobierno sobre la reducción de la pobreza en Colombia nos generó algún sabor agridulce: por un lado, nos sugiere que estamos frente a una tendencia positiva en la erradicación de la pobreza, pero por otro lado nos indica que la tendencia quizás va más lento de lo que aspirábamos. Muestra de ello es que, aunque las estadísticas sugieren que 15 colombianos de cada 100 salieron, dentro de los criterios oficiales, de su condición precaria, la percepción no podría cambiar si la gente en la calle continúa viendo gente sobreviviendo en los semáforos, indigentes en las calles, barrios periféricos irregulares alrededor de las ciudades y algunas condiciones que distan de lo que un observador desprevenido entendería por superación de la pobreza. Es posible, incluso, que muchas familias hayan mejorado su condición de ingreso para que estadísticamente no estén debajo de la línea de pobreza, pero puede que no sea suficiente para que hayan abandonado sus viviendas precarias u ocupen un puesto de trabajo formal.
El problema de fondo radica en que pasarán muchos años antes que la situación en Colombia sea diametralmente opuesta a la que hoy hay. Si alguien espera que una Colombia luzca como una Corea del Sur con los avances en la lucha contra la pobreza de la última década, convendría visualizar bastante bien los orígenes de la pobreza en el país sudamericano, que carga con un precedente histórico que inicia con la Colonia misma y continúa con la implantación en la República de esas mismas instituciones políticas y económicas extractivas de la época española: élites que lograron perpetuarse en el poder con diferentes arreglos institucionales que restringieron el pluralismo, extrapolaron intereses y relegaron lo que consideraron poco importante. Un ejemplo de ello fue el Frente Nacional, que es una expresión indiscutible de cesación del pluralismo. Pero en el fondo, la forma en que la propiedad de la tierra, por ejemplo, ha sido manejada en el país describe con precisión la manera en que los ricos y poderosos se consolidaron como una élite inamovible, contrastando con los que menos tenían, que poco a poco perdieron toda oportunidad de acceder a tierras fértiles. No es extraño entonces que las regiones más ricas, como el Valle del Cauca o las sábanas de la Costa Atlántica, tengan la mayor concentración de tierras del país y, a su vez, alberguen buena parte de los pobres de Colombia.
Este argumento, basado en una perspectiva somera de la Historia Nacional, podría fácilmente ser avalado por un intelectual de izquierda: en donde hay divergencia es que el problema no es que haya una élite, el problema no es que hayan ricos, sino que hay pobres, muchos pobres, cuyos orígenes están anclados en los mismos albores de la historia colombiana. En términos de un economista ortodoxo, la constitución de instituciones extractivas supone un atentado contra la eficiencia: una transferencia de recursos de uso más productivos a un uso menos productivo. Dicho de otra manera, los incentivos para la inversión, la innovación y la acumulación de capital son limitados y en su mayoría la población está alejada de estos fundamentos del desarrollo económico de una nación. Un agricultor propietario de unas pocas hectáreas tiene incentivos para trabajarlas pero en un contexto históricamente inestable (movimientos campesinos armados, guerrillas, grupos de autodefensas, bandas criminales), es improbable que sean muy sólidos para incorporar tecnologías. Un gran agricultor, por otro lado, es probable que tienda al monocultivo extensivo, lo cual puede desaprovechar tierras con el fin de incorporar otro tipo de cultivos y desarrollar tecnologías diversas. En un contexto como el colombiano, la propiedad de la tierra otorga poder político y no es coincidencia que, especialmente en algunas regiones, los ricos terratenientes controlen la acción pública en esos sectores.
Robinson y Acemoglu aportan pistas sobre cómo los orígenes de la prosperidad y la riqueza son tan diferentes en una región y otra. La forma en que una sociedad estructura sus reglas de juego para el intercambio y la creación de riqueza determinan buena parte de la forma en que esta se distribuye. En Colombia el pluralismo político es restringido y la debilidad de los sistemas electorales a menudo permiten que departamentos como el Valle del Cauca en 20 años tengan 16 gobernadores, cuatro de ellos destituidos de forma fulminante por representar intereses oscuros. Es improbable que el país sea próspero en la medida en que las decisiones políticas y económicas se tomen en función del bien común pero en un contexto en que la sociedad misma castiga a las clases bajas y privilegia a las altas. Miremos un caso: el Agro Ingreso Seguro, tristemente célebre, generó incentivos perversos que aprovecharon las élites para extraer riqueza de forma legal. Un caso más atrás aún: la presión ejercida por algunos sectores de la sociedad que veían un gran negocio en las carreteras y una amenaza a la navegación por el río Magdalena o por el ferrocarril que antiguamente permitía ir desde Popayán hasta Santa Marta en tren, lograron convertir a las estaciones ferroviarias de Colombia en museos, casas de cultura o cementerios de viejos trenes. Tiene sentido: miles de empresas voraces de transporte público hoy capturaron un gran negocio, como es la movilización de pasajeros, o la contratación pública para la construcción de carreteras se volvió en un nuevo y rentable negocio. Una fuente de generación de riqueza como lo son los ferrocarriles desapareció definitivamente cuando el Gobierno liquidó a los Ferrocarriles Nacionales.
En Colombia hay lo que Lewis llamó una economía dual, donde cohabitan unas economías modernas y unas economías tradicionales. La modernización de la economía colombiana y la consecuente creación de riqueza para la mayoría de la población no ha llegado por el carácter extractivo de la sociedad colombiana: ganar una renta se volvió una prioridad antes que la generación de riqueza para toda la sociedad. Y así ya no va el tren a Buenaventura.
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