De prejuicios y otros demonios
”No necesitan ni trabajar porque tendrán todo subsidiado. Vamos a tener vecinos haraganes, metidos todo el día en las casas mientras nuestra viviendas se quedan solas”, dice un vecino de Ciudad Córdoba, en Cali, al referirse a la ubicación de familias beneficiarias del programa de vivienda de interés prioritario del Gobierno Nacional en cercanías a sus casas. Esta frase no pasaría de ser una expresión más si no fuera porque, para mala fortuna nuestra, es una idea generalizada entre la sociedad caleña. Y eso ocurre en las calles, en la política y en las aulas universitarias. En una clase de economía se llevó a cabo una discusión que describe bastante bien el carácter excluyente que nos caracteriza a los colombianos: ¿qué deberían hacer los productores de leche con los excedentes de su producción?, ¿botarla?, lo desconcertante fue precisamente la respuesta. Casi que 1 de cada 2 estudiantes de economía de esa reconocida universidad caleña optaron por desechar los excedentes en lugar de donarlos a las familias más pobres porque, a su juicio, ellas no valoran este gesto y sus organismos pueden reaccionar desfavorablemente -¡les daría diarrea, pues sus cuerpos no toleran un cuerpo extraño para ellos como la lactosa!-. En el fondo, prevalecía la noción de evitar una caída en el precio que un gesto de altruismo.
Indudablemente la intolerancia ha sido una característica de la sociedad colombiana. La indolencia ha llevado al país a construir una estructura piramidal muy fuerte en la que los privilegiados ostentan el poder económico y político, el capital y el poder de decisión, mientras que una gran base apenas logra acceder a empleos mal remunerados, en el mejor de los casos. Al colombiano le caló bastante bien la idea neoclásica que el desempleo es un fenómeno voluntario y que aquellos que no trabajan lo hacen porque valoran más el ocio que el trabajo. Recuerdo muy bien cuando un pastor evangélico me dijo que los pobres habían decidido optar por su condición por su carácter holgazán y porque esperan el paternalismo de aquellos que de manera justa habían conseguido más riqueza. Y el tema en realidad no pasa porque hayan ricos muy ricos. El problema es que hay muchos muy pobres y la sociedad aparece indolente ante este tema.
Justamente los pobres tienen de entrada menos oportunidades toda vez que la misma sociedad ha diseñado instituciones extractivas y excluyentes. Los pobres en su mayoría son producto de hechos externos como el desplazamiento forzado y la violencia: unos grupos de poder que extrajeron riquezas a costas de los más débiles. Su llegada forzada a las ciudades más grandes del país los han ido confinando en las laderas, ocupando zonas en condiciones precarias y sin acceso a servicios sociales y públicos básicos. Recuerdo cuando una mujer mayor me llamó a mi oficina y me pidió que detuviéramos la intervención en comunidades en situación de extrema pobreza porque la delincuencia estaba creciendo y era producto de familias que estaban llegando a la ciudad con el único fin de recibir una ayuda de organizaciones como en la que trabajo. Indudablemente que el abandono del campo sumado a la insuficiente provisión de bienes públicos han contribuido a crear entornos generosos para el crimen y el delito que, tristemente, guardan un correlato fuerte con la pobreza. Ciertamente, la ausencia absoluta de oportunidades es un campo fértil para que la violencia se erija como expresión de la miseria misma. Justamente las comunas más pobres de Cali, como la 21, 20, 15, 14, 13 y 3, por citar algunas, donde predomina el estrato socio-económico 1 y 2, tienen hasta 3 y 4 veces más homicidios que la comuna 17, donde escribo este artículo, y la 22, donde se desarrolla la clase en que se tocó el tema de la leche y donde prevalecen las clases sociales altas y media altas.
Pero precisamente la violencia, que esta asociada como inherente a los pobres, es una construcción multicausal. De hecho, el conflicto armado en Colombia no alcanza a poner ni el 5% de los homicidios causados. De los más de 14 mil asesinatos al año, la mayoría encuentran explicación en causas como venganzas, con el 41.1% de los homicidios y por causas por establecer con el 21%. Contrario a lo que se pensaría, los hurtos, el pandillismo y las riñas no son las principales causantes de muertes violentas en Cali. Y uso la variable homicidios como una proxy que nos permite ver que la pobreza sí genera reacciones violentas. Pero el gran error es pensar que un pobre es violento por definición. Gran error se comete: si se mira, los mayores homicidios se cometen en la población entre 20 y 40 años, precisamente los mayores focos de desempleo, restricciones de acceso a la educación técnica, tecnológica y profesional y la población más desatendida por parte de los servicios sociales del Estado. Piense en este caso: un joven de origen humilde estudiante de una universidad privada no fue contratado por un banco dado que registraba una dirección de domicilio de un sector catalogado como de alta peligrosidad. Primó un prejuicio que el potencial del joven de 24 años ansioso por un trabajo formal. Veamos la composición de la comuna 15 para ampliar el panorama: el 74,3%, revela un estudio de la Universidad Icesi, se encuentra en edad productiva, es decir, entre los 10 y 64 años. Pero se encuentra que el estrato predominante es el más bajo de la escala, el 1, con el 41,6%, seguido por el 2 con el 38,7%; la situación en el panorama educativo es significativamente peor: sólo 5 de cada 10 niños de 3 a 5 años tienen asistencia escolar; entre 6 y 10 años son 9 de cada 10 niños los que asisten a la escuela, pero cae el indicador de los 18 a los 26 años y de los 27 en adelante, donde sólo el 18,7% y el 3,1%, respectivamente, reciben algún tipo de educación. No extrañe entonces que la comuna 15 es una de las tres comunas más violentas de Cali, con una tasa de homicidios de 131 homicidios por cada 100 mil habitantes, cuando la media de la capital del Valle es de alrededor de 76 por cada 100 mil habitantes.
En apariencia sí, los que dicen que los pobres son violentos podrían frotarse las manos y ver en esas cifras una justificación para quererlos muy lejos, hay indicios de su carácter salvaje y violento. No obstante es un análisis facilista y no notan que el mecanismo de transmisión realmente es la ausencia de oportunidades para esta población, además de entornos desfavorables para el desarrollo humano integral. Las poblaciones en estos sectores se han visto obligados a vivir con lo mínimo y saciar unas necesidades crecientes de manera insuficiente. Es posible que la política de vivienda gratuita del actual Gobierno Nacional tenga tantos opositores como personas que la defienden, pero es claro que cuando una comunidad se ve obligada a vivir en un asentamiento donde no hay espacios de recreación adecuados, vías de acceso, redes de transporte ni servicios públicos además de vivir en edificios y viviendas deteriorados, la percepción de temor y la probabilidad que la drogadicción, la prostitución y otros fenómenos se arraiguen es mayor. Y con estos fenómenos, el narcotráfico, el pandillismo y el delito pululen. Se ha logrado demostrar que una vivienda adecuada en un entorno planificado que permita a los individuos gozar de espacios adecuados a sus necesidades reduce la sensación de temor e impacta favorablemente en el bienestar. El caso de Potrerogrande en Cali, indica que viviendas adecuadas pero sin una política de seguimiento y fortalecimiento comunitario, así como redes de transporte insuficientes y acceso precario a bienes públicos como la educación y la salud no logran su cometido.
Hay estudios que demuestran que un niño pobre al compartir espacios con niños más privilegiados puede representar una experiencia favorable en su desarrollo. Probablemente los niños de la comuna 15 no vayan a los mismos colegios de la comuna 22 pero debe haber mecanismos de participación y encuentro. Si la sociedad le cierra las puertas a los menos favorecidos por la repartición de la riqueza, se condenará a vivir en medio de los temores que hoy aterran a muchos. Si decide abrir la puerta de la inclusión, es muy seguro que aunque la transición no será fácil, en el horizonte unas brechas más cerradas permitirán deshacernos de los miedos que nos impiden asumir el cambio. Sólo allí nos alejaremos de los prejuicios y otros demonios.
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