Cacería de rentas

La cacería de rentas es omnipresente, está presente en casi todo el conjunto de la economía colombiana. La cacería de rentas para el observador desprevenido existe exclusivamente en la contratación pública: el afán desmedido de una parte de hacerse con el jugoso contrato y un funcionario del Estado que pone precio a sus decisiones. Pero el fenómeno es más común y costoso de lo que parece. Está presente en todos los niveles de la administración pública y, para mala fortuna nuestra, en casi todos los sectores de la sociedad. Se hace cada vez un lastre para una economía que paga un alto costo por una asignación ineficiente de recursos: simplemente estos recursos están siendo asignados a fines mucho menos valiosos.

Al leer hoy el informe especial de extorsión en Colombia  el panorama es aún más sombrío. Aproximadamente dos puntos del PIB colombiano se están yendo por la cloaca de la economía subterránea con unos costos prohibitivos para la sociedad. El discurso de la eficiencia entre los economistas promueve la idea de lograr el máximo resultado sujeto a una disponibilidad de recursos, esto no es otra cosa que ponerlos en donde generen el mayor beneficio posible o en un uso más valioso. Ciertamente, es mucho más valioso financiar una vía entre un puerto marítimo y una ciudad importante del interior que distribuir esos recursos en ciertos costos de transacción asociados a la malversación de fondos públicos. Suponga entonces que esos casi dos billones de pesos -algo así como 1100 millones de dólares- están dejando de ser destinados al consumo de las familias o a la inversión y están yendo a parar a las cuentas de las mafias que se enquistaron en los extramuros de las principales ciudades colombianas. Piense por un momento esto: un droguista abre su negocio de lunes a viernes y lo que recibe le permite, entre otros cosas, financiar los salarios y remuneraciones de sus empleados o pagar a sus proveedores e incluso invertir para aumentar su capacidad y crecer sus ingresos. El éxito de su negocio estará en la posibilidad de lograr el máximo beneficio al menor costo. Y esta última es la palabra clave: la extorsión es un costo, al igual que cualquier otra renta que inescrupulosamente sea capturada por un individuo o un grupo. Una extorsión periódica puede generar una decisión adversa: que el propietario del capital decida retirarlo, cerrar el negocio, huir o si se niega a ceder a las exigencias de los delincuentes pone su vida y la de su familia en riesgo. 

Colombia cuenta con una peligrosa economía subterránea que está generando importantes distorsiones en los mercados y en el desempeño económico. La vía Bogotá- Girardot, quizás el corredor carretero más importante del país, lleva varios semestres de retraso producto de una incomprensible negligencia de parte de los organismos estatales y una desenfrenada cacería de rentas por parte de los contratistas y grupos involucrados, ¿los costos?, se pueden tasar en los sobrecostos de una obra que no es entregada en las fechas estipuladas, sumados a los sobornos, comisiones, tramites legales y extralegales y los beneficios económicos y sociales dejados de recibir en el periodo del retraso. Lo mismo ha ocurrido con proyectos de infraestructura en todo el país capturados por agentes de una economía subterránea cuyo fin no es otro que la generación de riqueza vía la cacería de rentas. Ahora a la economía subterránea se le une una especie de modelo de economía criminal, que destruye capital y capta rentas con el uso de tecnologías militares y a través de acciones violentas, el miedo y el terror. 

Los incentivos están dados para que la extorsión y ese tipo de conductas criminales alimenten a la economía ilegal. Autores un poco más contemporáneos de la ciencia económica han identificado en la debilidad institucional de los estados el mayor foco de problema que afecta notablemente el desempeño económico de los países. Básicamente autores como Acemoglu, Robinson y North, por citar algunos, sostienen que la prosperidad de los países está en función de las reglas de juego y los incentivos que generan. Colombia es un caso excepcional en la medida que no es el Estado el extractor de riquezas por excelencia; ocurre algo más y está asociado a la debilidad del aparato estatal, y es que actores logran copar los vacíos del sector público e imponer sus reglas, que no tienen otra finalidad que la generación de ingresos y enriquecer unos pequeños y agresivos grupos de poder. Aunque el término aplicado es cazadores de rentas, tienen una connotación mucho más asociada a la voracidad: básicamente no escatiman esfuerzos en sacar tantos recursos como pueda ser posible sin el riesgo considerable de ser castigados. Ocurrió con los grupos de autodefensas, ocurrió con las guerrillas y ahora ocurre con cientos de pequeños grupos dedicados al tráfico de drogas ilegales y a otros ilícitos que hacen más incontrolable la situación. Consideremos la gravedad del asunto: el incentivo de buscar con el menor esfuerzo una renta está haciendo de la extorsión una lucrativa actividad. Se cobra por el uso de bienes públicos como calles, andenes e incluso por el derecho al trabajo. 

Una de las grandes dificultades de este problema empieza por su real magnitud: no todos los casos de extorsión son contabilizados y ante la inexistencia de información exacta, cualquier magnitud que se asigne a este importante sector de la economía subterránea será una proxy. Tiene sentido, no todos los casos son denunciados ni llevados a la justicia. Esto termina generando círculos viciosos que refuerzan la actividad: aquel que paga una vez queda expuesto a pagar varias veces y sumado a que la persona no denuncia por temor a represalias, nos encontramos en el peor de los mundos. La economía subterránea alimentada por el crimen amenaza con socavar los cimientos de la economía formal. Estamos ante un desangre que de no cerrarse seguirá arruinando a la sociedad colombiana en su conjunto. 


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