Café de Colombia y la opinión pública

La opinión pública siempre ha sido verdugo y juez; implacable a la hora de condenar, pero también bastante proclive a ensalzar. En síntesis, la opinión pública rara vez es ecuánime y normalmente se sitúa en los extremos. Y es normal, agregar las preferencias de individuos heterogéneos no es un asunto sencillo. El reciente paro cafetero diría yo que es más una expresión del inconformismo de un importante segmento de la opinión pública, pero no obedece a criterios procedentes de una adecuada provisión de información. Dicho de otro modo, la mayoría está con el paro o hace parte de la protesta porque ha tomado decisiones basado en una información muy limitada. Consideremos esto: una taza de café en un fino bistrot parisino vale normalmente de 2 a 3 euros, algo así como 6 mil pesos colombianos. Un café en Bogotá puede valer entre 0.50 centavos de euro y 1 euro, con el agravante que es café importado. El tema de fondo es que poco de ese valor llega a manos de los cultivadores colombianos. Pero la opinión pública, evidentemente, percibe más fácil los bloqueos en las vías nacionales o está atento a la reacción del Gobierno, pero dado que analizar el mercado del café requiere alguna cualificación, es probable que el tema de fondo sea despreciado.

¿Cuál es el origen del problema cafetero?, uno de los primeros grandes errores cometidos es haber protegido al sector cafetero durante tantos años. El sistema de cuotas, subsidios y demás, aportaron incentivos que a la final ubicaron en una zona de confort a los productores del grano, pero desincentivó su capacidad de competencia. Y es claro, durante años el mercado del café a nivel global estuvo fuertemente regulado, a través del control de precios y tratos preferenciales que, al momento de desmontar esa estructura de mercado y abrirlo a la competencia, tuvo efectos catastróficos en los cultivadores de los países emergentes. En términos muy técnicos, jugaron con una demanda inelástica: los países productores controlaban la oferta mundial y situaban el precio a su conveniencia. El café, que en muchos países forma parte fundamental de su dieta y de sus costumbres, no lograba ser fácilmente sustituido. De modo que su demanda no reaccionaría a las fluctuaciones del precio. Cuando el café entra a ser gobernado por las fuerzas de la oferta y la demanda, algunos errores de política fueron cometidos: entre ellos ignorar la necesidad de explorar nuevas especies del cultivo, con gran éxito en Brasil, y la baja tecnificación del proceso, en parte avalada por la Federación de Cafeteros y sus agremiados. De entrada era imposible que un mercado internacional que sitúa al café suave colombiano en un precio muy bajo fuera benévolo con el cultivador nacional que produce a tres veces el costo de lo que lo hace el cultivador de Vietnam y, naturalmente, por encima del precio. No debe extrañar incluso que la demanda interna en Colombia prefiera el café importado que el producto nacional, paradójicamente.

Poco le interesa a la opinión pública saber cómo el cultivador y productor colombiano tradicional, muchos de los cuales hoy están en las vías en protesta, participan en la cadena de valor y abastecimiento del café. Quizás menos se sabe que buena parte del valor se crea en los procesos relacionados con su logística de transporte y en la comercialización, lo cual normalmente lo hacen grandes empresas extranjeras. En la cadena de valor del café intervienen cerca de 15 procesos, en los cuales el cultivador colombiano en promedio interviene en no más de cinco procesos, todos iniciales y de baja complejidad relativa. Mientras el productor de Colombia cultiva, cosecha y seca, la gran tostadora y comercializadora extranjera muele, solubiliza, liofiliza, empaca y lleva al consumidor. En esas últimas instancias el comercializador logra crear mucho más valor que aquel que lo cultivó. En teoría, Colombia exporta café pero lo venden y ganan los países que lo importan, tratan, añaden valor y exportan como un producto que ha sido tratado y sometido a procesos novedosos. Teniendo en cuenta eso, ¿puede el cultivador colombiano mantenerse en un mercado tan hostil a su baja cualificación?, es ahí donde debe estar la reflexión. Se puede, y de hecho lo están logrando los que lideran el paro con una fuerte presión de la opinión pública, susceptible a las posturas extremas. Se puede sobrevivir en un mercado sin ser eficientes, pero a un alto costo fiscal, puesto que el Gobierno dará viabilidad a un negocio que no es rentable tal y como está concebido. Es justo pero a la vez injusto, porque emerge como un incentivo poderoso para mantener el statu quo. Pero es fácil lograr que la opinión pública vuelque sus entusiasmos hacia los cafeteros en paro, cuando el mensaje en el fondo es que el Gobierno prefiere negociar con terroristas que con los agricultores. Postura ridícula, maniquea, que no refleja realidades sino que pretende generar ánimos encontrados. 

Evidentemente, el precio del subdesarrollo se paga y siempre es alto y en este caso que Colombia no haya podido crear una industria y un modelo económico mucho más ambicioso no podría hacerlo un país excepcional. Lo correcto es que el sector cafetero recupere su rentabilidad innovando, adoptando tecnología para reducir costos de producción y generar nuevos y mejores productos, pero eso puede costar que miles de familias no tengan con qué comer en los próximos meses. Mantener un negocio que no es rentable seguirá siendo una necesidad pero a la vez un lastre para la economía colombiana.

Es precisamente una frase de Frédéric Bastiat la que me parece muy adecuada para reflejar el estado de la opinión pública colombiana: el traslado de la responsabilidad distorsiona la opinión pública. El pueblo, acostumbrado a esperar todo del Estado, no acusa a éste de hacer demasiado, sino de no hacer suficiente. El gobierno es derrocado y se instala otro, y el pueblo clama: hagan más que el anterior. Y así, el abismo se hace más y más profundo.

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