Confesiones de un creyente

La elección del máximo jerarca de la Iglesia Católica Romana la semana anterior y las particularidades que lo rodearon encendieron los ánimos. Los creyentes católicos reafirmaron su entusiasmo y su fe al ver erigido a un Papa con las características de Jorge Mario Bergoglio, hoy simplemente Francisco, mientras los creyentes de otras denominaciones veíamos con admiración e interés lo que ocurría en la religión cristiana más grande del mundo. Esto también impulsó obviamente a los ateos y escépticos a formular sus impresiones, ante lo cual lo menos que se podría hacer es escuchar y atender. Más allá de si es el Papa Francisco o el presidente mormón Thomas S. Monson, estoy seguro que en el fondo existe un interés renovado en la humanidad de revisar los asuntos espirituales sobre los cuales nos hemos cimentado. Es claro que el problema, hay que empezar por mencionarlo, no es que los ateos crean o que los creyentes dejen de creer. De hecho es más problemática la creencia que el ateo sea inteligente por el simple hecho de negar la existencia de una deidad y el religioso es buena persona por simple defecto. Es algo que hay que borrar. El ateo es inteligente seguramente por ser un gran neurólogo y un genio del cerebro humano, tal como Rodolfo Llinás, y no porque dudar de la existencia de un ser superior sea  naturalmente un gesto inteligente, tanto como seguramente no dudo que el carácter creyente de Pablo Escobar no lo hacía menos criminal y despreciable. El problema, de haberlo, es cómo se pueden relacionar adecuadamente los creyentes con los no creyentes.

Cuando los creyentes se preguntan por qué los ateos suelen ser despiadados en sus apreciaciones hacia ellos, hago un acto de revisión y seguro empiezo a ver las filtraciones que nos hacen vulnerables. Evidentemente algunas denominaciones cristianas tienen variaciones que no permiten que se evalúen con la misma vara y sus posturas no siempre son idénticas. Las críticas al catolicismo no son las mismas que deben efectuarse a los adventistas ni al mormonismo. Sin embargo en todos los casos, el principal error en el que se incurre es pensar que un practicante de una religión diferente a la de uno es un ser inferior que merece nuestra conmiseración y no nuestro respeto. De entrada, cuando exigimos respeto de parte de los ateos incurrimos en una fuerte incoherencia si entre cristianos y creyentes no logramos imponer el respeto en medio de la diversidad de credos. No todos incurren en este error, pero para mala fortuna nuestra resulta difícil evadir la responsabilidad de propiciar la fraternidad entre religiones.

Volvamos a la tesis inicial. El problema no es que el ateo deba creer ni que el creyente deje de hacerlo. En aras de ser ecuánime, lo que resulte de mayor provecho para cada individuo debe ser aquello que determine el camino que cada cual elija. El problema es realmente que creyentes y no creyentes encuentren un punto de convergencia, que para mí no es otra cosa que el respeto a sus prácticas. Partamos del principio que la praxis religiosa no es un valor en sí mismo. Asistir a una iglesia, tener hábitos, rasgos, conductas adyacentes a la práctica religiosa no son síntomas de quien abandona el mal y abraza el bien; en el mejor de los casos es apenas un indicio. Eso me recuerda la historia bíblica del joven rico, con el perdón de los ateos que puedan leer esto: se encontraba un joven rico con Jesús y luego de dialogar, le preguntó que debía hacer para ser perfecto, a pesar de cumplir con todos los mandamientos. El Señor le dice que deje todas sus posesiones materiales y lo siga. Claro, de este pasaje de Mateo muchos pastores cristianos se aferraron para hacer sus negocios. Pero en el fondo a lo que quiero ir es que el cristiano, el judío, el musulmán o el religioso sin distinción de credo no logra ser lo que cree que es por el hecho de cumplir con lo sacramental. Sabemos de muchos sicarios que bendicen sus balas, las mismas con las que asesinan. Es decir, en el mejor de los casos están a mitad de camino.

Consideremos lo siguiente: es cierto que cada escenario impone una manera de vestir y de actuar. Es inapropiado que alguien salga en traje de baño a caminar por la Plaza de Caicedo de Cali, a menos que esté siendo fotografiado para un calendario donde hay más piel que meses. Alguna vez se hizo una recomendación a algunos miembros de mi Iglesia con respecto al vestuario. La tradición mormona impone asistir con traje completo o con camisa blanca y corbata a las reuniones dominicales. No obstante, ¿qué ocurre si una persona quiere ser parte de nuestra religión pero no puede adquirir una camisa blanca porque supone renunciar a un porcentaje prohibitivo de sus pequeños ingresos?. Sin duda, quienes visten de camisa blanca para denotar su deseo de ser puros y cristalinos en el día sagrado podrían incurrir en un espantoso error al juzgar la dignidad de una persona que asiste con unas humildes vestiduras acordes a su condición económica pero que nos apresuramos a condenar como inadecuadas. Este caso puede ser extrapolado al sacerdote católico que aunque su sotana lo invista no lo exime de ser un abominable delincuente cuando viola menores de edad. Es odioso tomarlos como casos generalizados y característicos de cada religión Evidentemente, son casos que ocurren aisladamente en todas las iglesias, cada una conforme a sus circunstancias y en menor o mayor proporción, pero que sí suponen esos pequeños goteos que indican que el casco de nuestro barco de la fe tiene filtraciones. Algún ateo que estudie la historia sabrá que la célebre noche de San Bartolomé en la que católicos fanatizados asesinaron protestantes en París en el siglo XVI no es la mejor carta de presentación de un cristiano, como tampoco lo es que el ateísmo esté detrás de grupos terroristas de extrema izquierda como Sendero Luminoso.

Lo anterior, que es látigo para unos y otros, no quiere expresar nada más que la débil condición humana expresada en los temas divinos. Católicos, testigos de Jehová, mormones o budistas tienen la obligación de coexistir pacíficamente de la misma manera que los ateos están obligados a hacerlo con los creyentes. Ni la praxis religiosa ni el ateísmo son atributos que califiquen -o descalifiquen- al individuo de manera automática. La praxis religiosa obliga a perfeccionar condiciones humanas como la tolerancia, solidaridad, fraternidad, libertad a fortalecer las relaciones humanas, familiares, sociales y demás, ¿y el ateísmo?, ¡exactamente lo mismo!, lo que varía es el móvil del asunto. El cristiano seguro lo hace porque probablemente son los atributos de Cristo, el ateo porque seguro pensará que un buen ciudadano debe hacerlo. El tema es que cada cual elige las vías que considere más adecuadas para su vida. En últimas, la religión o la renuncia a ella procede del individuo y no debería proyectarse a la sociedad de manera diferente que por la capacidad de sostener relaciones racionales con el prójimo. Uno invita a la casa a comer en su mesa, pero no obliga. De modo que cuando seamos conscientes de la diversidad del género humano, podremos haber dado un paso importante hacia la tolerancia y la igualdad. 

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