Paz, cálmense

La reacción de dos expresidentes hacia el proceso de diálogos con las FARC ha sido insólita y, más aún, inédita. Por un lado está la extrema derecha colombiana, alineada con las ideas materializadas en Álvaro Uribe y por el otro están los más liberales que no dudan en respaldar el proceso de negociación con la mayor guerrilla del país. Cabe pensar que la intervención de Pastrana y Uribe obedece más a un incesante deseo de figuración pública con miras a los próximos dos años electorales en Colombia. Es claro que el proceso de negociación siempre implicará imponer y ceder ante una parte con la cual hay alguna confrontación o una necesidad de conciliar posiciones y eso no tiene por qué satisfacer a toda la opinión pública. Muchos quisiéramos ver a los delincuentes de las FARC tras las rejas o abatidos por el fuego del Estado y no en La Habana con cierto manto diplomático. Pero hay que ver cuál es el escenario y por qué, aunque no es esa situación que más desearíamos, el proceso de negociación con las FARC conviene en estos momentos.

Hace 14 años el Gobierno de Andrés Pastrana se la jugó por la búsqueda de la paz, resultado del mandato constitucional de 1991. Apenas electo presidente de la República, buscó por todos los medios llegar a un acuerdo previo para sentarse en la mesa de negociación con la poderosa guerrilla de las FARC. En la memoria de los colombianos estaban las tomas cruentas de Patascoy, El Billar, la toma de Mitú y el país caminaba hacia un abismo: las FARC estaban usurpando el poder debilitado de un Estado disfuncional, imponían restricciones a la movilidad, gravaban las transacciones en ciertas regiones, privaban de la libertad y, como hecho simbólico, tenían varios frentes guerrilleros rodeando la capital, Bogotá. El Ejército no lograba responder, dada una inexistente capacidad de movilización aérea; en un instante el país veía como más de 300 municipios estaban en manos de los grupos armados ilegales y era poco lo que por la vía militar podría obtenerse. La guerra se estaba perdiendo. De modo que ir a negociar era lo menos que se podía hacer, Colombia requería poner un freno a la voracidad del conflicto con las guerrillas de las FARC y el ELN, que en aquel entonces eran los principales causantes de muertes, secuestros y desplazamientos forzados. No obstante, Pastrana, en uno de sus aciertos más notables, logró fortalecer la relación con los Estados Unidos, emprendiendo un importante plan de ayuda en el campo militar junto a unos esfuerzos fiscales hechos desde el Gobierno que dotaron al país de unas modernizadas fuerzas militares. A pesar que el conflicto entre 1998 y 2002 no se detuvo, el país al menos podría contemplar la contención de la amenaza.

En 2002, luego de tres frustrantes años sin frutos en la mesa del tristemente célebre Caguán, y tras los comprobados abusos que dieron las FARC de los 42 mil kilómetros de despeje militar, el viraje de la política estatal contra la subversión era uno: la vía armada. Uribe, un político radical aunque desconocido para buena parte de la opinión pública, emergió pronto en las encuestas gracias a un discurso duro hacia los abusos cometidos por la guerrilla. Finalmente fue elegido para impulsar al Estado a retomar el control territorial y obligar al repliegue de los ilegales. La configuración del conflicto fue cambiando producto de esta estrategia: el Estado fragmentó a los ejércitos ilegales, cortó sus líneas de comunicación y destruyó sus cadenas de suministros. Si en 1998 la guerrilla podía atacar con 1500 hombres y en 2002 perpetrar un secuestro masivo en pleno centro de Cali, en 2010, tras ocho años de política de seguridad democrática, el poder militar de la guerrilla se redujo a tal punto que, tras más de 50 años en armas, los homicidios, secuestros y extorsiones pasaron a ser un delito perpetrado minoritariamente por estos grupos armados y, como se esperaba, respondió a una nueva dinámica del conflicto, en la que las bandas criminales, pequeños carteles dedicados al tráfico y microtráfico de drogas y mafias empezaron a copar los espacios abandonados por la subversión, como es el caso de la comuna 13 de Medellín que hasta 2003 estuvo bajo el poder de las milicias urbanas de las FARC, mientras hoy se disputan su dominio una gran cantidad de organizaciones criminales que son quienes están controlando buena parte del accionar delictivo del país.

¿Se justifica un proceso de negociación con las FARC?, es el centro del debate y quizás pareciera que la importancia histórica de esta guerrilla es la que hace que sea un tema aún más sensible. Ciertamente, hace 14 años negociar con este grupo era vital, hace cinco era innecesario en medio de la ofensiva militar gubernamental más contundente, pero hoy parece que los escenarios no permiten dilucidar con claridad lo que debe proceder. En primer lugar, hay que partir del hecho que las FARC ni son los mayores generadores de muertes, ni son ya el principal actor del crimen organizado en el país, no por otra cosa diferente a ocho años de ofensiva que incluso los despojó de sus comandantes históricos, políticos y militares. Que sean un peligro para el Estado colombiano, como otrora, ya está descartado, aunque son un elemento bastante molesto. Y es preciso esa debilidad causada por el fuego estatal la que hace plausible sentarlos en una mesa en las condiciones que el Gobierno ponga. Claro, son 8000 combatientes que no será fácil reinsertar y menos cuando están movidos por los poderosos incentivos del narcotráfico. Pero la condición del conflicto hace pensar que conviene un acuerdo que aunque no dejará satisfechos a muchos, será mucho menos costoso que una confrontación cada vez más asimétrica: los recientes ataques en el Sumapaz fueron perpetrados por no más de cuatro milicianos, algo que se asemeja más a delincuencia organizada. El proceso de negociación hoy puede ser conveniente por tres motivos: el primero, que es un grupo que no tiene un norte claro producto de ocho años donde se le propinaron los golpes más duros por parte del Gobierno; dos, el Estado puede entrar a capitalizar los ocho años de logros militares como herramienta disuasiva que presione a buscar acuerdos; tercero, es necesario aprovechar que al menos las FARC gozan de un mando relativamente unificado, en contraste con las bandas criminales que operan con mandos muchas veces rivales que impedirían pensar siquiera en acercamientos. Creo que es posible que en el corto plazo al menos a las FARC y a los más radicales opositores al Proceso se les pueda decir paz, cálmense, y la agenda pública por fin se vuelque a otros temas. 


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