Ensayo de trenes
El interés por la historia de los ferrocarriles en Colombia me surgió por casualidades de la vida. Recuerdo que con mi padre solíamos ir con nuestro perro, un labrador dorado, en una caminata que nos llevaba hasta la desembocadura del río Pance con el río Jamundí. Una zona llena de plantaciones de caña y pastos para ganado. Recorriendo ese sitio, dimos con lo que eran los vestigios de la antigua línea del ferrocarril que venía de Cali, que nos condujeron a un viejo puente de acero sobre el río Jamundí, ya carcomido por los años, que fácilmente podría tener entre 90 y 100 años: ¿cómo se transportaba entonces la gente entre Cali y el sur del país?, era evidente que en aquel entonces la gente usaba medios diferentes a las carreteras, que si hoy son incipientes, antes eran trochas. Y no me equivocaba, entre 1925 y 1970, el Ferrocarril del Pacífico extendió la línea sur entre Cali y Popayán, cubriendo municipios como Jamundí, Morales y Piendamó, en un tendido de aproximadamente 150 kilómetros.
Y es que ahora que en Colombia la apertura de las fronteras económicas se hace una condición más común, tras la firma y ratificación de los tratados de libre comercio con los Estados Unidos, con Corea del Sur, las perspectivas en torno a la Alianza del Pacífico y a futuro la apertura de los mercados europeos, los esfuerzos logísticos son relevantes para el país, cuya infraestructura siempre ha sido un cuello de botella. El análisis de la economía internacional siempre ha considerado a los costos de transporte como un elemento que genera distorsión en el estudio de los determinantes del intercambio entre países, por tanto los modelos han procurado considerarlos como nulos a fin de obtener los resultados esperados en un escenario teórico en el que ningún factor perturbe la conducta de los agentes. El escenario práctico ya sugiere que el comercio internacional generará los beneficios esperados si los países se preparan de forma adecuada, lo cual supone redes de transporte que minimicen los costos de mover mercancías entre un punto y otro. En ese sentido Colombia tiene una tarea pendiente, más si se considera precariedad de sus redes de transporte y la ausencia de un medio tan relevante como el ferrocarril.
Resulta interesante hacer una retrospectiva de la historia de los Ferrocarriles en Colombia para llegar a algunas conclusiones interesantes, lo cual supondrá remontarse a la segunda mitad del siglo XIX, cuando se plantearon por primera vez las primeras líneas ferroviarias del país. Fue entre 1870 y 1890 cuando se empezaron los primeros proyectos de construcción de líneas de tren en el país, especialmente entre Medellín y el Magdalena medio, Bogotá y Facatativá y, el más importante hasta la fecha, la línea que iba entre Buenaventura y Cali, que se inauguró en 1915. De hecho, el inicio de la historia ferroviaria nacional empieza con dificultades, por lo escarpado de la geografía y ciertos obstáculos políticos que afectaron el financiamiento y el apoyo a las obras. El Ferrocarril de Antioquia empieza a rodar en propiedad apenas en 1929, mientras el tren entró por primera vez a Cali en 1915, mismo año en que se inauguró la Estación de La Sabana, en Bogotá. Fue entre 1930 y 1980 en que los trenes en Colombia ocuparon un lugar relevante, a pesar que era más para movimientos del mercado interno, dado el carácter relativamente cerrado de la economía colombiana. En 1953, Colombia tuvo la mayor extensión de sus redes férreas, sobrepasando los 3000 kilómetros de líneas que unían ciudades, algo impensable hoy, como Cúcuta, Bucaramanga, Popayán, Neiva y Santa Marta; las zonas más pobladas del país tenían una gran conexión gracias a las líneas de los ferrocarriles, lo que permitía una unión de bajo costo, aunque lenta, para la movilidad de mercancías y personas. Por ejemplo, entre Puerto Wilches y Bucaramanga era común el movimiento de café, sembrado en la parte alta de Santander, y de mercancías traídas de los puertos marítimos del Caribe y de peces capturados en las aguas del Magdalena medio.
No obstante, el sistema ferroviario enfrentó varios desafíos, entre ellos el tecnológico. Uno de los primeros errores fue haber construido la red en trocha angosta, lo que restaba competitividad al sistema y lo hacía lento. El último travesaño instalado en Colombia fue en Santa Marta, en el año 1961, que permitió finalmente la unión entre el interior y la Costa Atlántica colombiana y fue de estas dimensiones, lo que restaba posibilidades de una red electrificada o de alta velocidad, que jamás pasó por la cabeza de la dirigencia colombiana. Con la aparición de las vías carreteras y de fondos procedentes de las entidades multilaterales destinados a favorecer el transporte carretero, la movilidad entre las ciudades se hizo un poco más rápida, no por virtud propia del sistema carretero sino por la poca capacidad de cambio tecnológico de la red ferroviaria nacional. Poco a poco el transporte carretero, caído en manos del sector privado, logró ganarle el pulso al tren, entonces un gigante estatal sin capacidad de reacción. El recorrido a Buenaventura, por ejemplo, se empezó a hacer un poco más fácil por la carretera que por el ferrocarril que recorre zig-zagueante la cordillera occidental. En definitiva, el Estado no impulsó una política de transporte multimodal sino que volcó sus esfuerzos a la construcción de vías carreteras mientras los trenes perdían demanda. La competencia era de alguna forma complicada: el Estado construía las vías, el sector privado ponía el servicio, en contraste con los trenes, donde el Estado ostentaba todas las funciones de construcción, mantenimiento y prestación del servicio. En 1980, los coches de los Ferrocarriles Nacionales completaban algunos más de 20 años en servicio y no había perspectiva de sustituirlos, a pesar de anuncios de modernización infructuosos de parte de las autoridades.
La incapacidad de superar la barrera tecnológica y la falta de voluntad política fueron los verdugos del Ferrocarril en Colombia, que entre 1920 y 1960 constituyeron el mayor elemento de integración, pero que en la medida que el país crecía, se modernizaba y se integraba con el mundo se mostró lento para reinventarse e incapaz de responder adecuadamente a los desafíos. Cierto, no es defecto del sistema mismo sino de la forma en que se administró, hasta el punto que cuando la discusión apuntaba a la necesidad de modernizar el sistema ferroviario colombiano, los dirigentes optaron por dejarlo morir, ante los costos astronómicos de sustituir la trocha angosta por la trocha estándar y de cambiar la flota. El incendio de la estación Café Madrid, histórico centro de comercio de Bucaramanga, fue una muestra más de la muerte de un sistema indispensable para el progreso de los países. Definitivamente Colombia tuvo fue un ensayo de trenes, cuya desaparición es un crimen costoso.
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