Indignación

Quizás lo que ocurre en Brasil y ha ocurrido en años anteriores en algunos países árabes y en los países desarrollados es un síntoma de la profunda desilusión de sistemas que aunque han generado riquezas sin precedentes en la historia universal, han excluido e impuesto elevadas barreras que impiden la movilidad social o, en el mejor de los casos, lo hacen un proceso extremadamente costoso. Algunas teorías económicas heterodoxas proponen que el cambio en las estructuras sociales vendrá precedido de algún fenómeno de agitación de las masas. Los grupos de interés pujarán por ganar espacios antes reservados para unas pequeñas élites o querrán deshacerse del orden impuesto. Quizás la visión revolucionaria de Marx es un poco más aparatosa de lo que realmente ocurre, pues no se trata de deponer a las élites sino de ampliar los espacios de participación, que incluyen la posibilidad de acceder a un ejercicio pleno de sus derechos civiles, políticos y económicos.

Uno de los aspectos que más inciden en la precaria movilidad social en nuestros países es el alto costo impuesto para las clases menos privilegiadas de acceder a una mejor calidad de vida. Las altas tasas de paro juvenil, la baja cobertura de la educación superior, la calidad precaria de la educación básica de la gente de ingresos modestos, la informalidad laboral y la corrupción de la administración pública sin duda son elementos agitadores del desánimo popular: esos costos prohibitivos están condenando a la pobreza a unos y está mandando al traste un gran potencial humano que se verá abocado a emplearse en trabajos menos productivos y a vivir por debajo del nivel de su potencial. Pero la situación parece ser peor cuando los individuos presas de la indignación reconocen que son víctimas de una insaciable cacería de rentas por partes de quienes tienen las llaves que les permiten abrir las puertas necesarias para su progreso personal. Los ingresos, que crecen poco, se ven cada vez más escuálidos frente a los costos de acceder a bienes y servicios esenciales, a las barreras burocráticas y ante la sensación de sentirse impotentes frente a una sociedad excluyente. En esencia, en el estado actual de las cosas, son los de ingresos más frágiles quienes cargan con los mayores costos de Estados disfuncionales y paquidérmicos. En ocasiones, presencian con resignación cómo muchas naciones, menos la suya, se benefician de cambios tecnológicos, políticos y sociales que mejoran el bienestar de los ciudadanos y les hace la vida más fácil. 

Definitivamente la indignación de todos estos ciudadanos en algunos países del mundo, y no descarto que sean muchos silenciosamente en malestar aquí en Colombia, se incuba ante fenómenos atroces como la pobreza extrema, la desigualdad y la exclusión. La burocracia y el costo de acceder al Estado impide que muchos puedan encontrar las herramientas necesarias para su bienestar, como la educación y la salud, mientras los gobiernos salen velozmente a inyectar cuantiosos recursos a los bancos que quebraron ante prácticas especulativas y avidez de ganancias de corto plazo. En la medida en que las tecnologías de información se expanden y llegan a más ciudadanos, el conocimiento se hace más barato y de fácil acceso: hoy es muy normal que por redes sociales se contagie ese espíritu renovador de ciudadanos que han entendido que el sistema no es el que cambia sino los individuos, como diría el pensador francés Compte-Sponville. De hecho, esas primaveras no esperan transformar al sistema sino humanizarlo, no esperan sustituir la economía de mercado sino una sociedad de mercado, carente de cualquier principio humano y entregada a los excesos del beneficio de corto plazo. De allí que es importante canalizar los esfuerzos sociales que hoy empiezan a surgir para que se vean reflejados en cambios en la forma en que se hacen las cosas en nuestros países.


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