La crisis del sector agrícola: diagnósticos errados y desafíos para el futuro

Introducción: panorama del campo colombiano


El panorama rural de Colombia es bastante desalentador desde hace más de cuarenta años. Son pocos los que hacen política en el campo simplemente porque el país se ha concentrado en las ciudades. Pero el campo colombiano representa el 94% del territorio nacional, mientras se estima que un 32% de la población total de Colombia está ahí, de acuerdo con cifras oficiales. Y es que definitivamente la tierra tiene que ser un asunto de gran importancia si desde finales de la década de 1950 el desplazamiento de los pequeños propietarios de tierra, especialmente en la Costa Atlántica, ha sido una situación constante (Reyes, 1987). Y es coherente con lo que ciertos indicadores sugieren: el coeficiente de Gini, una medida que indica el nivel de concentración de la riqueza en una economía, dice que desde hace cuatro décadas la tierra en Colombia está  cada vez en menos manos, pasando de un 0.74 a un 0.88, es decir, a sólo 12 décimas de la perfecta desigualdad (Ibañez, 2011). Cuando se analiza diversos estudios en este campo, se evidencia con ello que Córdoba y Caquetá aparecen como los departamentos con la mayor concentración de la tierra -curiosamente los centros de operaciones históricos de las Autodefensas y de las FARC, respectivamente, lo cual denota una presunta correlación, aún cuando la causalidad debe verse con mayor atención-, que junto a departamentos como Antioquia y Valle enarbolan las banderas de la desigualdad. Aunque en Córdoba y Caquetá muchas hectáreas están en pocas manos, los antioqueños y vallecaucanos padecen que muy poco, menos del 12% de las tierras, está en manos de casi el 95% de la población.


El acuerdo alcanzado entre el Gobierno colombiano y las FARC en La Habana no puede ser visto como un hecho aislado y coyuntural, menos en momentos en que buena parte de los sectores sociales del país se vuelcan hacia exigencias de mejores condiciones para la actividad agrícola. En definitiva, es una señal de la necesidad de profundizar en verdaderas reformas que apunten a devolverle dinamismo al campo colombiano, en su mayoría sin explotación económica, sin títulos de propiedad y en otros casos despojados a la fuerza de sus propietarios originales. Se estima que el 15% de la superficie agrícola del país fue arrebatada por la fuerza de las armas, según algunos estudios periodísticos. No se puede concebir que la agricultura emerja como motor de desarrollo cuando producto de estas adversidades se han vulnerado los derechos de propiedad y cuando el Estado no ha sido un adecuado proveedor de bienes públicos esenciales, tales como la educación, la salud, las vías que reducen los costos de transporte y la seguridad, tanto físico como jurídica. Definitivamente la informalidad en la propiedad de la tierra y la incapacidad estatal de poner a funcionar la maquinaria agrícola hacen que el país viva muy por debajo de la frontera agrícola y de posibilidades de producción. A su vez, un conflicto que deja más de 5 millones de víctimas, muchas de ellas relacionadas con la cuestión de la tierra, es improbable que permita a un país cerrar la preocupante brecha entre la ciudad y el campo, que se ve reflejada en la proliferación de asentamientos irregulares en las grandes ciudades y una mayor incidencia de pobreza extrema entre los desplazados. En todo caso, salir del campo, en donde padecen miseria, puede ser mejor que quedarse en él: la sola idea que en la ciudad existan mejores horizontes de ingreso mueve a miles diariamente a abandonar sus tierras, así finalmente esto no sea sino una ilusión.


Pero Colombia no solo afronta problemas de equidad: también de eficiencia. Cifras oficiales indican que en el país cerca de 21 millones de hectáreas de tierra son aptas para la ganadería, pero hoy el país usa casi el doble para este fin. Algunos estudios coinciden en afirmar que una hectárea dedicada a la agricultura genera 12 veces más valor que una hectárea dedicada a la ganadería. En otros casos, como en los cultivos forestales, Colombia está casi tres veces por debajo de su potencial. Por otro lado, las estadísticas oficiales sostienen que 6 de cada 10 puestos de trabajo en la zona rural de Colombia son informales, 83 de cada 100 campesinos reciben salud subsidiada y en muy precarias condiciones, 55 de cada 100 cultivadores desarrollan sus labores alejados de cualquier conocimiento técnico o científico aprendido formalmente, 27 de cada 100 campesinos tienen problemas de vivienda, 85 de cada 100 habitantes del campo no tienen acceso a alcantarillado y acueducto, el 18.5% de la población rural es analfabeta, casi 9 veces más que la media nacional y deben vivir con un ingreso promedio 3 veces más bajo que en las ciudades. Todas estas cifras, reveladas y recopiladas por la Universidad de los Andes, hacen pensar que el problema del campo colombiano es mucho más que una mala jugada de la política de comercio internacional del país, como erróneamente se ha querido endilgar.




El diagnóstico errado.


Precisamente, ha sido la firma de tratados de libre comercio -y sus efectos sospechosamente rápidos- con economías avanzadas el principal detonante de los movimientos campesinos que han entrado en huelga general desde mediados del mes de agosto. Algunos analistas han sido bastante proclives a aceptar esta tesis como cierta, no obstante la coincidencia de posturas es que en el largo plazo, en el evento que la economía colombiana no esté preparada, los efectos pueden ser desastrosos. En este caso, es preciso sostener que la actual crisis del sector agrícola en Colombia se debe a las consecuencias que han traído las situaciones esbozadas al inicio de este ensayo, donde convergen problemas de provisión de bienes públicos, pobreza e imperfecciones del mercado y no por los efectos de un Tratado de Libre Comercio que, en el mejor de los casos, lleva apenas un año de vigencia, especialmente el acuerdo con los Estados Unidos. A priori, los efectos del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos son desfavorables en términos de la balanza comercial. Ferrari (2013), sostiene que las exportaciones de Colombia aumentaron en un 5,1%, mientras las importaciones procedentes de este país aumentaron en un 20,7%. No obstante, conviene revisar la tabla 1, para identificar unos patrones de comportamiento de la balanza comercial que pueden dar pistas sobre lo que realmente ocurre:


Tabla 1.
Fuente: MinCIT



Al analizar los datos que suministra el Gobierno, a través del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo, en el tiempo comprendido entre enero y junio de 2013 las importaciones procedentes de los Estados Unidos aumentaron en un 15,6%, mientras la importación de bienes de mercados como Venezuela (-30,8%), México (-23%) y el Mercosur (-16%) han mostrado sensibles reducciones. En contraste, puede considerarse el comportamiento general de las importaciones hacia Colombia que está expresado en la gráfica A:
Gráfica A.
Fuente: DANE- DIAN


Desde 2007 la tendencia de las importaciones es creciente. De hecho, a 2013 las importaciones se han duplicado con respecto al periodo inicial; sin embargo, es interesante que entre 2012 y 2013, cuando entró en vigencia el TLC, las importaciones totales del país no crecen sino que tienen una reducción de cerca de un 1%. Este comportamiento parece sugerir que los importadores en Colombia han cambiado los mercados a los que iban a hacer sus compras, en parte por los beneficios de tarifas arancelarias bajas o nulas o mejores precios, lo cual encuentra sentido a la luz de la sensible bajada de las compras colombianas a mercados como el venezolano, el mexicano y del Mercado Común del Sur. Es más, en lo que va corrido de 2013, y al igual que en 2012, el MinCIT registra un superávit comercial total de 1759, 6 millones de dólares. Indudablemente esta ganancia en el intercambio con mercados externos ha debido llegar a las arcas de exportadores colombianos que, a juzgar por la limitada oferta exportable nacional, seguro pertenecen al sector primario en su mayoría. Vélez (2013), descubre que el grado de apertura del sector agrícola colombiano, esto es, la sumatoria de las exportaciones más las importaciones como proporción del PIB, se redujo en los últimos diez años: de un grado de apertura del 25% en 2002, en ausencia de cualquier tipo de TLC, se pasa a un 17% en 2012. Es decir, si el pretexto de salir a protestar lo constituían los efectos percibidos por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, es claro que se ha errado en el diagnóstico. El problema del sector agrícola en Colombia no es la inserción, necesaria por demás, de la economía colombiana en una economía cada vez más global. El problema realmente es la deficiente estructura institucional que sostiene la productividad de las unidades de producción agrícola. El mismo autor sostiene en su estudio que los costos de producción de un cafetero en Colombia en promedio exceden el 25% del precio internacional del grano. En estos momentos, el Gobierno está financiando ese excedente con recursos del erario y la aspiración de los gremios productores agrícolas es hacerse acreedores de este tipo de subsidios que se paga sobre la producción de un bien que, en las condiciones actuales, no es rentable. Si se analiza el caso de los arroceros, no afrontan problemas disímiles, a pesar que las importaciones de arroz provienen en su mayoría de Ecuador y Perú mientras en el Tratado comercial con los Estados Unidos se habló de una desgravación en un horizonte de 19 años. Pero el cuestionamiento se mantiene, ¿por qué conservando un arancel del 80%, sigue siendo más atractivo traer arroz de los vecinos del sur?, nuevamente, el diagnóstico de la culpabilidad del libre comercio es erróneo: el problema del campo no es la competencia internacional, es su estructura misma.


Ciertamente, uno de los asuntos más llamativos es que el campo colombiano experimenta una crisis que tiene unos orígenes en la incapacidad del Estado de hacer una adecuada provisión de bienes públicos, tales como salud, educación, vías y seguridad. Pero por otro lado, ha sido la baja capacidad de regulación que permita reducir las imperfecciones que presenta el mercado y que constriñen la productividad del campo, lo que ha supuesto mayores dificultades para los agricultores. Estas dificultades incluyen, por ejemplo, barreras de acceso al mercado del crédito, limitaciones de aseguramiento, problemas de cualificación de la mano de obra y elevados costos de transacción (Foster and Rosenzweig, 2010).


Conclusiones: desafíos para el futuro


Lo que se esperaría de esto es que el Estado colombiano está en mora de impulsar políticas sectoriales capaces de generar entornos generosos con la productividad. Urge la creación de una agenda interna enfocada a responder adecuadamente a los factores más problemáticos para el sector agrícola: construcción y mejoramiento de vías, acceso a educación y formación para el trabajo, créditos blandos, acceso a la tecnología y una reforma a la institucionalidad, que incluye una reestructuración de los gremios, de modo que reflejen los intereses reales de cada sector que representan. A futuro, un Tratado de Libre Comercio traerá efectos adversos si el país no dispone de estas políticas sectoriales orientadas a la competitividad de las empresas y unidades productivas, a la cualificación de la mano de obra y a la reducción de los costos de transporte y de transacción. En este momento, la política de comercio exterior no es más que un chivo expiatorio para canalizar el malestar de unos sectores en crisis. El diagnóstico de la actual crisis no es el correcto: lejos de lo que se piensa, el problema es interno. Los consumidores no pueden verse perjudicados por la incapacidad del Estado y de los productores para fomentar estrategias de competitividad. La ventaja competitiva nacional no puede sustentarse en la acción del sector público, como lo advierte Porter (1991) sino que debe ser producto de unos determinantes que parten de incentivos de la política a la capacidad de los productores de competir. Y esto es un trabajo que dista de resolverse con fronteras cerradas.



Bibliografía


Foster, Andrew D. and Mark R. Rosenzweig, (2010), Barriers to Farm Profitability in India: Mechanization, Scael and Credit Markets, Preliminary.


Ibañez, Ana María y Juan Carlos Muñoz, (2011), La persistencia de la concentración de la tierra en Colombia: ¿qué pasó entre 2000 y 2010?, Notas de Política, No 9, Agosto de 2011, Escuela de Gobierno Alberto Lleras Camargo- CEDE, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.


Porter, Michael E., (1991), La ventaja competitiva de las Naciones, Javier Vergara: Editor, Argentina.


Vélez, Luis Guillermo y Juan Felipe Vélez Tamayo, (2013), El paro agrario: los precios, los quejosos y los buscadores de rentas, Universidad EAFIT, Medellin


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