La nueva doctrina
Andrés Felipe Galindo Farfán*
CALI- Que hoy se forman muy buenos economistas nadie tiene duda. Son cada vez más los economistas que, por su marcado criterio técnico, son enganchados en cargos estratégicos, si no directivos, en las principales entidades privadas y del sector público. Basta ver que sectores como la Salud o la educación están en manos de profesionales con formación en economía. Nadie duda que la arquitectura de las sociedades modernas, cada vez más económicas, tienen la impronta de economistas. Hace algún tiempo, cuando iniciaba mis estudios de Economía en la Universidad Javeriana de Cali, el vicerrector académico de aquel momento, hombre de gremios como lo es Antonio De Roux, formuló una frase que encierra el ideal que aún parece distante de sentirse realidad manifiesta: no queremos formar a los mejores economistas del mundo sino a los mejores economistas para el mundo. Insisto, nadie duda de lo que realmente es la calidad del economista moderno, porque responde a un programa científico y académico muy concreto. El tema va más allá.
Muchos han ido a buscar las responsabilidades de la actual crisis económica que amenaza con seguir haciendo pasar malos ratos a millones alrededor del mundo en los bancos, las empresas y, apenas recién, en los Gobiernos y sistemas políticos. Pero aún existe cierto tabú -y desinterés conveniente- para trasladar ese debate a las escuelas y facultades de economía, donde emergió la corriente del pensamiento económico que durante los últimos años ha gobernado a la sociedad y ha diseñado la arquitectura. Algunos economistas que han ido formando ese bloque de disidencia han denunciado que, por ejemplo, a lo largo de la historia económica mundial, sólo desde la década de 1990, cuando se dio largada al modelo neoliberal, las desigualdades entre los más ricos y los más pobres se han hecho más temerarias. Si durante buena parte del siglo XX el ingreso de los más pobres creció incluso más que el de los más ricos, en los años recientes esta tendencia se vino abajo. No deja de ser paradójico que, aunque los economistas han tenido una fuerte incidencia en el diseño de las decisiones políticas más importantes de la historia, la idea errada de ser científicos sociales a secas los ha llevado a mirar con desdeño el ejercicio de la política. Es cada día más común que los estudiantes de economía tengan un bagaje en las áreas cuantitativas en detrimento de su cada vez menor bagaje en el estudio político y filosófico que, dicho sea de paso, constituyó los orígenes de las ciencias económicas.
Veamos lo que ocurre: al estudiante de un programa de pregrado de Economía le enseñan desde el día número uno algunos principios que han demostrado ser falsos o estar ausentes de la realidad. Conceptos como la racionalidad ilimitada o la noción maximizadora de los agentes económicos están desde el primer momento enriqueciendo el vocabulario perfumado de los futuros economistas. Ahora veamos qué ocurrió con la crisis económica que tiene al mundo aún en cuidados intensivos: los arreglos institucionales y la conducta de los agentes estuvo en consonancia con las tesis maximizadoras de los economistas. Los bancos querían el máximo beneficio al menor costo -y medir y asegurarse contra los riesgos es costoso-, los agentes querían consumir incluso por encima de sus capacidades de endeudamiento y el Gobierno, figura indeseable en la economía microfundamentada, simplemente fue un árbitro gris que permitió tal acumulación de riesgos. En el fondo, precisamente, la praxis de la economía y la teoría han tenido una grandiosa simbiosis que ha permitido que la arquitectura de la sociedad económica se comporte de este modo, es decir, no es una falta de talento de los economistas sino un talento mal encausado.
¿Cómo los economistas conciben al mundo?, ¿cuál es el horizonte que la economía como ciencia plantea para la sociedad?, quizás en el discurrir del ejercicio científico, los economistas han logrado perder de vista el carácter interdisciplinar que se exigen en un contexto de complejidad. No hay un único camino para entender el mundo, las interacciones de los agentes y para formular políticas, estrategias y modelos. El gran Ronald Coase, premio Nobel en 1991, logró describir los costos de transacción y hacer un adecuado acercamiento a la importancia de los derechos de propiedad a través de una modelación sencilla, alejada del artilugio matemático y yendo abiertamente contra la corriente principal del pensamiento económico, que incluso llegó a suponer la insignificancia de los costos de transacción en una economía. No obstante, este gran economista del siglo XX murió hace pocos días en medio de un silencio casi sepulcral de la academia económica. De hecho, es muy probable que pocos estudiantes de economía tengan claridad de su obra y sus aportes.
¿Qué queda entonces?, evidentemente, lo primero es reconocer que no puede seguirse pensando en reformas del sistema económico si desde la academia no hay disposición para actualizar los currículos y fomentar una nueva enseñanza de la economía donde se reconozca las limitaciones de los agentes y se entienda que sus interacciones, por ejemplo, no pueden seguir siendo vistas como fenómenos espontáneos exentos de reglas de juego y de una creencia ciega que el mercado, como un todo, es capaz de conseguirlo todo. Eso me hace recordar al ex primer ministro francés Lionel Jospin, sí a la economía de mercado, no a la sociedad de mercado.
*Estudiante de la Carrera de Economía de la Pontificia Universidad Javeriana Cali, presidente de Oreka- Grupo Estudiantil de Economía, ex directivo de la ONG internacional TECHO.
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