Camino a la paz
Si hacer la paz se ha vuelto en un asunto que ha polarizado a la opinión
pública como pocas veces antes, es señal inequívoca que el conflicto debe
terminar y ser arrancado de la agenda nacional. El proceso de negociación con
las FARC en La Habana es un punto al que inevitablemente deberíamos llegar. No
ha habido conflicto que no termine en un acuerdo, así este haya sido
precipitado por una superioridad militar de una de las partes, y los que han
terminado en un aplastamiento de una de las partes han finalmente impuesto
costos altos y acumular unas perdidas
irrecuperables. Veamoslo de esta forma: Hitler finalmente fue destruido por los
aliados -probablemente en aquel momento la acción de la guerra era la más
viable-, pero el no haber detenido la locura nazi por otras vías representó un elevado costo de 45 millones de
vidas. El conflicto armado en Colombia supone un panorama mucho más complejo:
nadie duda de la ventaja militar del Estado ni de la incapacidad de las FARC
para imponerse en alguno de los terrenos en los que podría desempeñarse, de
hecho en la última década la ecuación se ha alterado y es difícil que el
resultado esperado hace diez años sea el mismo hoy. El diálogo en Cuba es fruto
de esta estrategia estatal de recuperación del monopolio de la violencia y el
resultado natural.
Los máximos representantes de la extrema derecha, basados en supuestos
exacerbados por la pasión de sus posturas radicales, han llegado a asegurar que
la forma en que se plantea el fin del conflicto será incubadora de más violencia
y de una renuncia irrevocable de la autoridad legítima del Estado. El discurso
que se opone a las vías de la paz con el principal grupo armado ilegal del país
ha fabricado aforismos que, por su tono y forma en que se presenta, es un
producto que muy fácilmente adquiere la opinión pública, especialmente la
nuestra que tiende a ser bastante sucinta en sus análisis de los hechos. La
tesis expuesta es que negociar la cesación definitiva de las hostilidades con
este grupo guerrillero supone una renuncia a la autoridad estatal y un riesgo
para el equilibrio democrático. Nada más alejado de la realidad cuando,
precisamente, al analizar lo que se deriva del conflicto, es preferible un
acuerdo de paz que obligue a hacer concesiones que un conflicto de cinco décadas
que ha rezagado al país con respecto al resto del mundo. Los costos de la
guerra son elevados y van más allá de lo que supone el gasto militar y
seguridad. La existencia de grupos armados ilegales implican la existencia de
un modelo de economía depredadora de guerra: por medio del saqueo se
transfieren de forma violenta y bajo presión recursos de un grupo social a una
de las organizaciones armadas; tráficos ilícitos, que implican la
transferencia de factores productivos a
fines ilegales, perjudiciales o menos valiosos, entre otros efectos nocivos
para una sociedad. Llama la atención que
la mayoría de los estudios económicos sobre conflictos demuestran que la
existencia de guerras internas socavan el crecimiento potencial del PIB y luego
de la guerra experimentan periodos de auge que pagan con creces los efectos
económicos del conflicto (luego, el dividendo de la paz tal vez sí existe,
contrariando ideas radicales que han venido circulando en la prensa en los
últimos días).
El conflicto
colombiano se ha concentrado en zonas que, precisamente, se caracterizan por su
rezago con el resto del país, normalmente en la periferia del país. Los modelos
planteados en este tema de los conflictos armados irregulares como el nuestro,
sugieren que las regiones más convulsionadas por el terrorismo y la violencia
tienden a tener un crecimiento potencial mucho menor en las etapas previas al
conflicto, con una destrucción de capital y transferencia de factores
productivos a fines menos valiosos que mandaron al traste cualquier posibilidad
de desarrollo económico aceptable. La inversión se contrae, el turismo se
resiente, la actividad industrial tiende a desplazarse a zonas percibidas como
más seguras y muchas veces la economía se basa en actividades extractivas de supervivencia.
Así es que la pobreza no solo se consolida sino que, ante una baja capacidad
del Estado para financiarse en esas regiones, su autoridad se resiente y el
poder se reparte entre actores diversos. El dividendo de la paz se constituye
por las ganancias que se desprenden de una actividad económica revitalizada,
que surge de la capacidad de acordar con las partes involucradas en transferir
ese poder adquirido de forma ilegítima al Estado y este se compromete a
abrirles espacios en la escena de lo público. Los grupos armados tienen un
poder acumulado y es muy difícil que lo suelten si no se llega a un acuerdo
previamente. En principio ese dividendo se percibirá por la capacidad del
Estado en sus diferentes niveles de canalizar recursos de inversión públicos
que doten a esas regiones de infraestructuras, servicios públicos y un
ejercicio integral de la autoridad: mientras la extrema derecha colombiana
concibe la autoridad como la presencia irrefutable de la fuerza pública y la
recuperación estatal del monopolio de la violencia, el resto del público
concebimos a la autoridad como un equilibrio duradero que permita a los
ciudadanos no solo sentirse seguros sino protegidos, sin incertidumbre y con el
pleno ejercicio de sus derechos civiles, políticos, sociales y económicos. La
prueba de que la autoridad está a media marcha es que muchas regiones donde
luego de muchos años de ausencia hoy se encuentra presente la Fuerza pública,
sigue carente de bienes públicos y sin una salida de largo plazo. El tal dividendo de la paz que ahora niegan los radicales
sí existe y no es otra cosa que la capacidad de una sociedad como la colombiana
de volver a ocuparse de asuntos importantes y no de los urgentes, como un
conflicto anacrónico de hace cincuenta años.
Al
finalizar el conflicto con las Farc y al lograr romper esa atadura, el Estado
deberá ser garante de la actividad económica y del desarrollo de las regiones
más afectadas. El dividendo de la paz no se obtendrá de otra forma sino por
esta vía, por cuanto el gasto en seguridad y defensa requiere mantenerse por un
tiempo prolongado. Si bien lo ideal es que evitemos la confrontación y
adiestrarse para la guerra, posiblemente la mejor forma de impedirla es estando
preparados para hacerla. No obstante, no debemos olvidar que la expresión
máxima del arte de la guerra es evitarla y la mejor herencia de un pueblo a sus
hijos es un país en paz.
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