Decisiones, todo cuesta
Este domingo vamos a elegir presidente y por primera vez asistimos a un debate caracterizado por la ausencia marcada de protagonismo de las ideas y una presencia casi omnipotente del conflicto entre candidatos. Acusaciones, escándalos, enfrentamientos públicos y shows mediáticos han caracterizado un debate presidencial tristemente carente de nivel y dirigido a su antojo por un expresidente ansioso de poder y un presidente que le ha costado mantenerse como la primera opción electoral de los colombianos. Me han preguntado insistentemente sobre mis intenciones de voto y confieso que lo pensé hasta último momento, con algo de temor sobre si era la decisión correcta o no. Pensé por un instante si en tres años estaré lamentando mi voto o si podría estar viendo con profunda satisfacción que mi decisión satisfizo mis más profundas convicciones. Pero finalmente he aquí mi decisión.
El panorama político de Colombia es particular: las ideologías de los partidos se han roto y la concepción de la economía, la política, la sociedad y los principios esenciales del Estado se han diluido en una batalla electoral basada en la concepción de enemigos comunes de los colombianos -Farc, castrochavismo, socialbacanería-, de la figura fuerte de un líder como Uribe y una perdida de identidad de los partidos políticos. Desde el enfoque más ortodoxo de la política y la economía, nadie podría pensar que entre Santos y Uribe existen diferencias ideológicas profundas: a la luz de sus gestiones, su noción del mercado, de la organización económica de la sociedad, de la propiedad privada y de la política pública es bastante similar. Más aún en la política: estirpe liberal, conservadores -aunque el uno más moderado que el otro-, conocedores del cálculo político, de la construcción de alianzas y una noción de liderazgo que en esencia es la misma. Si mantenemos el típico enfoque izquierda-derecha, de los cinco candidatos a la presidencia solo una marcaría diferencias sustanciales: Clara López, más Estado, menos mercado, más gasto público, más impuestos a los ricos, más bienes públicos, más transferencias monetarias para los más pobres; de resto, es imposible hallar una diferencia notable entre Santos, Zuluaga, Martha Lucía y Peñalosa. Esta lógica se rompió en la campaña: Peñalosa, más mercado que Estado, hizo coalición con un partido con marcada influencia de izquierda -el mismo partido del Alcalde de Bogotá, más Estado que mercado-; Santos abarca en su coalición de Gobierno a liberales, conservadores, moderados y ahora presenta en su grupo el apoyo de una facción importante de la izquierda, los Progresistas, lo que llama la atención si se considera que Santos es el típico economista y gobernante rodeado de economistas ortodoxos que la izquierda no acepta, aunque indudablemente ha moderado sus posturas en materia de políticas sociales; el uribismo parte en su origen de un líder otrora liberal, hoy máximo representante de la extrema derecha en Colombia y Clara López, la izquierda pura, llega a la candidatura con una corriente política fragmentada y lastimada por el descalabro de las últimas tres administraciones de izquierda que ha tenido Bogotá. Una lógica que deja desconcertado a quien se detiene a ver el estado de la política en Colombia.
La posibilidad cercana de la paz es, sin duda, uno de los aspectos que más ha exacerbado los ánimos. La extrema derecha ha enfilado todos sus esfuerzos en restarle los méritos al proceso de paz más exitoso que se haya llevado a cabo en Colombia, mientras que la derecha más moderada -más centro que derecha, en realidad- encuentra convergencia con la izquierda en la defensa del proceso de paz. Un proceso de seis puntos que ya ha evacuado cuatro: el acuerdo general que permitió el inicio de los diálogos, el asunto agrícola, la participación en política de desmovilizados y víctimas y el narcotráfico. Cuatro puntos que sin duda marcan un punto de no retorno a un proceso que, si bien no marcará una diferencia notable en cuanto a la seguridad nacional se refiere -hoy al ciudadano le preocupa más que no le quiten su teléfono en la esquina de su casa y no que las Farc se tomen un pueblo-, sí marca un precedente político que tomará muy bien la sociedad colombiana y la comunidad internacional, con beneficios económicos de largo plazo cuantiosos. La trascendencia de este proceso de paz con las Farc quizás requiera un análisis más profundo: el ciudadano de a pie de Barranquilla, Cali o Bogotá difícilmente sentirá la diferencia entre una guerrilla reinsertada o una guerrilla volando oleoductos en Putumayo. Pero en un plazo prudente, puede sentir los beneficios de un país sin insurgencia, que destina menos recursos al sector defensa y los transfiere a la seguridad urbana o a otros rubros esenciales. Sin embargo sorprende que la extrema derecha pretenda desestimar el esfuerzo de paz. Las condiciones que impone el candidato Zuluaga para mantener el proceso de paz, ante una eventual elección suya, simplemente son la condena a muerte de unos esfuerzos loables. En este caso el lote de candidatos presenta una fuerte división: si en lo ideológico cuatro de cinco candidatos son idénticos, en este tipo de asuntos no y Martha Lucía Ramírez y Óscar Iván Zuluaga no garantizan que el proceso de paz llegue a buen puerto. Cuando se negocia con unos delincuentes de la condición de las Farc, es esencial firmeza pero también algo de voluntad y paciencia de parte del Gobierno para someterlos en la mesa y en la jungla.
Ahora bien, ¿por quién votar entonces?, mi lote lo reduje a tres: Enrique Peñalosa, Clara López y Juan Manuel Santos. Los tres representan ideas más que posiciones basadas en la voluntad de un líder -Martha Lucía y Óscar Iván definitivamente es difícil que se desliguen de la sombra de Uribe que, dicho sea de paso, es necesario diluir de una vez de la escena política-. De Peñalosa hay que reconocer sus buenas intenciones y su pasado como buen ejecutor y hombre de convicciones firmes (tan firmes que le han costado las últimas cinco elecciones a las que se ha presentado), además de tener excelentes ideas en el plano educativo y en el desarrollo de las ciudades; sin embargo, siento que se queda corto en el planteamiento de un plan de gobierno mucho más ambicioso, con vacíos fuertes en la política económica y algunas ambigüedades en cuanto a la gestión del sector agrícola, por ejemplo, lo cual no me deja tranquilo: un gobierno de buenas intenciones no es necesariamente un gobierno de buenas políticas. De Clara López reconozco su preparación y absoluto convencimiento de la necesidad de emprender reformas que transformen la estructura económica y social del país; sin embargo acepto que su política económica sustentada en un mayor control del Estado sobre la economía no me deja tranquilo. Mis desacuerdos en política pública con la candidata de la izquierda definitivamente me impiden darle mi voto, aunque reconozco que sería un gobierno más humano, si se le quiere denominar de alguna forma.
Me queda Santos. De él tengo la absoluta certeza que hizo un mejor gobierno de lo que la opinión pública considera y uno menos bueno de lo que él mismo defiende, aunque está en su derecho de hacerlo. No dudo que si hay un candidato preparado en lo académico y lo profesional, Santos goza de esos méritos indudables, además que su trayectoria es más técnica que política, lo cual para mí es bueno pero para una sociedad acostumbrada al político calculador y de plaza pública creo que no tanto. La muestra está en que las crisis de naturaleza política -como el conflicto agrario- o la comunicación política son temas que no domina con total pertinencia y eso hace que el colombiano promedio, mal lector y mal consumidor de noticias, sienta que no hay presidente. Los colombianos culturalmente asociamos el estrés y las reacciones airadas como condiciones positivas de un líder y Santos y su serenidad contradice esta visión y creencia popular. De nuevo me refiero a su capacidad de comunicador político: en ese sentido es tan malo, que los colombianos no han tenido en problema en condenarlo por los acuerdos políticos que comprometen recursos fiscales del Estado -la mermelada-, algo que ha existido desde tiempos remotos en la democracia colombiana y sobre la cual se ha construido una frágil y cuestionable gobernabilidad. Si de algo es culpable Santos es de haberse dejado llevar por un mal endémico del cual hasta la fecha ningún presidente se ha podido librar.
Sin embargo, he pensado en aquellas cosas que ha hecho bien Santos y destaco con precisión algunas: indudablemente la primera de ellas es el proceso de paz, una estrategia muy bien organizada, planificada y ejecutada que es necesariamente motivo de elogio. Arriesgarse por alcanzar la cesación definitiva de las hostilidades de las Farc de esa manera es una jugada política que se anota como logro del actual Gobierno; la segunda tarea bien hecha es el manejo macroeconómico, sobre el cual no me detendré pero del cual tengo absoluta certeza que es el indicado: reducción del déficit y finanzas públicas sanas, crecimiento aceptable, inversión en cifras récord, reducción del desempleo, entre otras; la tercera es la transformación de la estructura institucional del sector de la infraestructura, lo cual debe verse traducido en más y mejores ejecuciones de las obras civiles esenciales para el desarrollo del país. Las concesiones de cuarta generación son prueba de ello; el buen momento que vive Colombia producto de una adecuada gestión de la política exterior del país es sin duda uno de los éxitos más grandes que ha tenido. Es posible que pocas veces antes Colombia tuviera tan buenas y estrechas relaciones con sus vecinos y el resto del mundo, que su antecesor miró con desdén; en cuarto lugar destaco su política de vivienda, que ha sido una estrategia muy adecuada para aportar al crecimiento de la economía y garantizar el acceso a vivienda a familias en situación de pobreza extrema. Si bien esta estrategia está expuesta al riesgo moral y la selección adversa, no por ello pierde el mérito; en el quinto lugar ubico el compromiso y la puesta en marcha de la reparación de las víctimas del conflicto y la restitución de tierras, un esfuerzo titánico sobre el cual el anterior gobierno no tuvo avances significativos; en sexto lugar es importante resaltar la reforma del Estado y de ciertas entidades para crear gerencias para asuntos indudablemente prioritarios: lucha contra la extrema pobreza (ANSPE), el Departamento Administrativo de la Prosperidad Social, la separación del Ministerio de Salud y del Ministerio de Trabajo, la creación de una Autoridad Nacional de Licencias Ambientales y de la Agencia Nacional de Infraestructura, así como la constitución de una Agencia de Defensa Jurídica de la Nación que ha prácticamente salvado al país de una quiebra producto de las millonarias (¿o billonarias?) demandas que tiene el Estado.
¿Desaciertos?, muchísimos, especialmente en el manejo de la seguridad ciudadana, las crisis con el sector agrícola, la educación superior y la tarea pendiente de formular políticas eficaces para nivelar las brechas entre las regiones (el ciudadano colombiano en el Chocó gana una cuarta parte que el ciudadano colombiano promedio en Bogotá); también critico su talante centralista, que a menudo hace sentir a las regiones como simples dependencias. Para mí el balance del Gobierno de Santos es más bueno que malo, aunque tiene muchas críticas que, en presencia de un candidato más brillante, podría hacer peligrar su reelección o al menos mi voto.
Es claro que Santos obedeció a una coyuntura: no es un político de carrera ni responde a una ideología ni a un eje estructural de un partido. De hecho es más bien camaleónico y es difícil situarlo en un solo lado del espectro político. Sin embargo, en estos momentos difícilmente el país está en condiciones de pensar en ideologías y partidos, aunque es un debate que debe ponerse en la mesa cuando el pos-conflicto llegue: pero en estos momentos un político que logre garantizar la estabilidad macroeconómica y poner su capital político para frenar la guerra me parece lo más adecuado. En este caso solo confío en Peñalosa y Santos para hacerlo. Sin embargo, dados los nubarrones que para mí plantea el primero, no puedo decir otra cosa que mi voto será por el segundo. Y si adicionalmente el costo de alejar para siempre las ideas extremas del uribismo es garantizando la reelección del Presidente, habrá valido la pena. Como dice la canción: decisiones, todo cuesta.
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