¿Hora de la paz?

Un asesor de la oficina del Alto Comisionado para la Paz visitó la Universidad Javeriana de Cali. Dentro de las muchas cosas que ciertamente me parecieron convincentes y poderosamente interesantes, me llamó la atención la intervención de una asistente, esposa de un capitán de la Fuerza Aérea y quien con absoluta convicción manifestó que ella sentía que el diálogo de paz era una ofensa a la memoria de los soldados caídos en el combate contra la subversión. Sin embargo formuló un interrogante en el cual me concentraré: ¿es realmente este el momento para sentarse en una mesa a negociar con las Farc?, para ella bastaba un periodo adicional de Uribe en el gobierno. Sin embargo, creo que el asunto no es tan obvio. En el libro del profeta Isaías, citado por el Nobel de Economía Robert Aumann en su discurso de aceptación, este nos recuerda que llegará un momento en que no alzarán la espada gente contra gente, ni se ejercitarán para la guerra. No obstante, en un escenario más terrenal, la primera intuición es que las espadas deben seguir dispuestas a ser levantadas y las naciones deben continuar en la labor de entender la guerra, ¡para no luchar!; finalmente la expresión máxima del arte de la guerra es evitarla. Tras medio siglo de existencia de las Farc y una historia plagada de guerras internas, es difícil decirle a un colombiano que la paz es un premio que vale la pena, cuando ha sido simplemente una ilusión y un intangible. De modo que de entrada entender cuándo es el momento adecuado de intentar un acuerdo para la terminación del conflicto puede ser una ilusión y, desde la frágil psicología humana, el individuo tiende a confiar en lo que es tangible.

La existencia del conflicto armado con las Farc, particularmente, tiene medio siglo de historia, sin embargo es desde mediados de la década de 1990 cuando esta agrupación guerrillera emprende una embestida sin precedentes contra el Gobierno y propina golpes que llegaron incluso a plantearse la pregunta sobre si el Estado colombiano tendría la capacidad de defenderse. Este periodo de escalonamiento de la violencia dejó a millones de ciudadanos desplazados de sus tierras, miles de muertos y el fenómeno abominable del secuestro como una herramienta de lucha. Con la ruptura de los diálogos de paz que se iniciaron en 1999, llega una nueva fase de violencia que el país sin duda recuerda con horror: secuestro de los diputados del Valle del Cauca, de Ingrid Betancourt, de los contratistas estadounidenses, la voladura del Club El Nogal y los intentos de asesinato al mismo presidente de la República. Entre 2002 y 2009, particularmente, los colombianos vieron que la única forma de frenar el ascenso de la subversión estuvo de la mano de una fuerte ofensiva militar que recuperó territorios perdidos por el Estado y dio a los ciudadanos algo tangible, finalmente ver soldados en las vías y mostrar en los medios las bajas guerrilleras era un golpe mediático que elevaba la confianza de los colombianos en lo que veían y oían de sus autoridades. Sin embargo, ¿iba a llegar el momento de sentarse a negociar en una mesa de diálogo?, indudablemente. 

Japón no dio por terminada la guerra el 15 de agosto de 1945 por cuenta de la caída de las bombas atómicas. De hecho, los japoneses hubieran podido continuar la confrontación y extender los horrores de la guerra a niveles incluso superiores. Pero con la muerte en dos días de 300 mil inocentes y las más de 40 millones de víctimas en el mundo entero, seguir la batalla era insensato. Es así como se firma un armisticio donde se sella la terminación de las hostilidades y el inicio de la difícil etapa del posconflicto. Colombia no podría llegar a algo diferente que a lo que hay actualmente. Sin embargo, ¿era el momento?, luego de una exitosa política de seguridad del Estado, que redujo a niveles históricos a la guerrilla y trajo la balanza a favor del Estado, la gente quedó con la sensación lógica de que continuarla era una necesidad. De hecho, y no hay que olvidarlo, Santos fue elegido para este fin. Sin embargo desde 2008 empezó a ocurrir algo que no había ocurrido antes: poco a poco y uno a uno, fueron cayendo los máximos cabecillas de las Farc. Bajo el Gobierno de Uribe y con la llegada de Santos al Ministerio de Defensa en 2007, se implementa una estrategia que puso a toda la inteligencia del Estado al servicio de la búsqueda y neutralización de los peces gordos. En marzo de 2008 cae 'Raúl Reyes', en un bombardeo fallece de un paro cardíaco el mítico 'Manuel Marulanda Vélez', y con la llegada del exministro de Defensa a la Presidencia de la República, cae pronto 'Alfonso Cano' -sucesor de 'Tirofijo'-, el 'Mono Jojoy', que fungía como máximo líder militar y responsable de la llegada de la guerra a las ciudades y uno a uno van cayendo 57 cabecillas de frentes en todo el país. Sin duda, algún día la historia deberá reconocer que el acercamiento para la búsqueda de la salida negociada al conflicto fue iniciativa de una guerrilla militarmente incapaz de soportar las operaciones militares diarias.

Fue justamente el balance militar, sumado a que mes a mes y año tras año los indicadores de bajas, desmovilizados y neutralización de objetivos militares han tenido una tendencia creciente, los que determinaron que el momento de sentarse a negociar la salida al conflicto había llegado. Contra todo pronóstico, la jugada audaz del Gobierno dio resultado y logró que tras 10 años de ofensiva militar abierta las partes acordaran negociar puntos esenciales para llegar a la terminación del conflicto. Y en medio de la propaganda negra y del escepticismo natural de los colombianos, no solo ha habido importantes avances en la mesa sino que en el campo de batalla la confrontación no ha cesado. De hecho, si las estimaciones son acertadas, en 2006 el país veía como entre 6000 y 8000 menores de edad formaban parte de las filas de las guerrillas, mientras en 2009 esta cifra tendía a duplicarse. Y estamos hablando que esto ocurría en la época de la Seguridad Democrática. ¿Era este el momento de negociar? sin duda alguna, en la medida en que una eventual desmovilización de la guerrilla implicaría la posibilidad de enfocar los esfuerzos del Estado a garantizar la seguridad ciudadana -una debilidad hoy día- y a transferir recursos a otros rubros fundamentales. Y esto no debe tardar mucho más.

Ahora bien, ¿qué busca el diálogo de La Habana?, la cesación del conflicto con el grupo armado ilegal más grande del país. Sin embargo el reto más importante vendrá después. En estos momentos los diálogos están atacando los efectos de la confrontación: detener las hostilidades y las acciones de guerra entre las partes. Pero luego, una vez firmados los acuerdos, deberá enfocarse la acción del Estado en las causas del conflicto, que yace en la profundidad de las desigualdades, la pobreza, la exclusión y el carácter in-equitativo de los mecanismos de participación ciudadana. En estos momentos Colombia debe comprender que los diálogos de La Habana constituyen un avance sin precedentes en la necesaria reconciliación de los colombianos y aunque la opción de la guerra puede parecer a priori como la opción más rápida, no podemos olvidar que luego de ganar la guerra hay que construir la paz. Y no es necesario seguir acumulando muertes y pagando altos costos en la confrontación, porque como el agua salada, es probable que nunca sea suficiente.


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