Desiguales y frágiles

Este mes Foreign Policy publicó su nuevo índice de Fragilidad de los Estados, que sustituyó el índice de Estados fallidos. Colombia ocupó el puesto 59, lo cual implicó una leve mejoría con respecto a su posición 57 en 2013 (entre más lejos del primer puesto, tanto mejor). Al analizar los puntajes obtenidos en las variables evaluadas, llama la atención que las variables críticas son tres en específico: desplazamiento y refugiados, desigualdades entre grupos sociales -una proxy adecuada de desigualdades entre regiones- y la existencia de grupos armados ilegales. Sobre el desplazamiento y los grupos armados no queda duda que expresan con elocuencia la debilidad del Estado y la fragilidad de este. La primera indica cargas muy pesadas para un Estado incapaz de contener la migración forzada, que termina por crear complejos escenarios en las ciudades receptoras, y los grupos armados que indudablemente suponen un desafío bélico para las fuerzas de seguridad del Estado. Sin embargo entender la debilidad del Estado desde la desigualdad entre grupos sociales -o entre regiones- es un ejercicio interesante para pensar en políticas de fortalecimiento de su actividad.

Colombia es un país que geográficamente distribuye el bienestar de una forma muy desigual: el interior del país presenta los menores índices de necesidades básicas insatisfechas -NBI-, el PIB per cápita más alto, una mejor cobertura en educación y una solidez institucional mucho mayor. Como lo sugiere un estudio de Meisel y Galvis (2010), son los departamentos de la llamada periferia aquellos donde se concentra el 38% de la población del país y donde se encuentra el 60% de las NBI. Se puede hacer el ejercicio de revisar la contribución a la convergencia de cada PIB departamental con el PIB nacional y se hallan resultados que no se necesita ser economista o un gran conocedor del tema para suponerlos: mientras el Distrito Capital, Cundinamarca, Antioquia, Caldas, Quindío, Valle del Cauca y Santander tienen una renta per cápita superior al promedio nacional, departamentos como Chocó, Nariño, Cauca, Bolívar y Magdalena se encuentran por debajo de esa misma media. Hay unos rasgos que distinguen a estas regiones, además del ingreso: los departamentos más ricos del país -los del interior- gozan de mejores resultados en educación, salud, pobreza y calidad de las instituciones. A esto se suma que son diferencias que han persistido históricamente y lo cual denota una precaria movilidad entre las regiones. Por último, para concretar esta idea, conviene resaltar que los departamentos de la periferia tienden a depender del sector primario como principal actividad económica y a ser menos autónomos en la generación de ingresos propios -fuertemente dependientes de las regalías y transferencias del Gobierno Nacional-. Y existe un factor más interesante aún: algunos trabajos recientes han demostrado que mientras en los departamentos del centro del país un aumento de los ingresos tiene una relación inversa con la desigualdad (más ingreso, menos desigualdad), en los departamentos de la periferia se evidencia una relación directa entre el aumento de los ingresos y la desigualdad. Y es que hay una variable que emerge con fuerza y que históricamente ha determinado las desigualdades: el mercado laboral, el cual condiciona muchas veces el acceso a los mejores empleos según patrones de raza y género, normalmente desventajosos para las minorías que suelen ser la población mayoritaria en las periferias del país. En un contexto de auge minero, por ejemplo, se generan empleos de baja calidad y hay un aumento relativo de los ingresos y a estas labores accede normalmente población perteneciente a minorías étnicas y sociales; a su vez, esto genera rentas a la región que solían ser administradas por Gobiernos locales débiles. Y esto se expresa que mientras en los departamentos más ricos se distribuyen en el tercer o cuarto quintil de ingreso, los departamentos de la periferia se mantienen en el primer quintil, que no es otra cosa que el grupo de ingresos más bajos.

Se define, entonces, una correlación entre la distribución del ingreso y la calidad de las instituciones -la causalidad entre ambas variables puede ser objeto de discusión-; una variable muy cercana al funcionamiento de las instituciones es la calidad de la justicia. La ausencia de la justicia es determinante de la impunidad, de la congestión judicial, y cuando esto ocurre el delito es constante, el capital social se reduce, la seguridad de los inversionistas es precaria y los derechos no están garantizados. Un indicador construido por Cortés y Vargas (2012) indica que la eficiencia judicial promedio es mayor en Bogotá, Caldas y Quindío que en Nariño, Guajira y Chocó, aunque sorprende también hallar a Antioquia en la mitad de la tabla hacia abajo, lo cual se explica por las desigualdades internas -la zona del Urabá, del Bajo Cauca y el occidente de Antioquia son regiones pobres e institucionalmente débiles, en gran medida por el "efecto vecindario", que no es otra cosa que la influencia que tienen regiones vecinas, en este caso Chocó, Córdoba y Sucre-. Entonces la desigualdad entre regiones termina siendo expresada no solo por las diferencias entre la distribución de los ingresos sino por la forma en que el Estado funciona. Un Estado débil no logra una provisión apropiada de bienes públicos, lo que impacta directamente en la acumulación de capital humano. Y sin capital humano no es probable que se desarrollen labores que añadan valor ni que se formen administradores públicos pertinentes. 

¿Cómo se entiende entonces la fragilidad del Estado desde las desigualdades regionales?, en primer lugar hay que entender que las desigualdades de ingreso están explicadas por la precariedad de las instituciones. Tales instituciones son las que permiten que las políticas públicas se diseñen, ejecuten y evalúen apropiadamente y es justamente este campo en donde las regiones periféricas tienen mayores dificultades. Cuando las instituciones fallan, la corrupción y la cooptación del poder por élites y grupos de interés se convierten en una regla que determina la administración de los recursos, normalmente desviados hacia fines menos valiosos, en ausencia también de un control adecuado. Finalmente estas conductas oportunistas impactan en la ejecución de las políticas públicas y afectan notablemente el bienestar de la población. Pensemos por un instante en la política educativa: si bien desde el Ministerio de Educación Nacional puede existir un principio rector adecuado, en un contexto de descentralización administrativa existe una necesaria participación de los Gobiernos departamentales y locales y son justamente estos los objetivos de los políticos cazadores de rentas y donde buena parte de las políticas públicas pierden fuerza -expresada en términos de recursos y una adecuada administración de estos-. 

Visto este panorama someramente esbozado, es mucho más claro que la fragilidad del Estado depende de las disparidades en la calidad de las instituciones que regulan las transacciones y constriñen la interacción entre los individuos. En ese orden de ideas, un sistema judicial y una administración pública cooptados por políticos ávidos de rentas y poder en sus regiones lo más probable es que resten fuerza al Estado y afecten la ejecución de las políticas públicas y sociales. Y esto tiene una relación fuerte con la distribución del ingreso: los departamentos de la periferia no son pobres por un designio desafortunado de la Providencia sino por una clara incapacidad del Estado de ejercer control sobre las administraciones locales. El modelo del principal y el agente, que postula unas perturbaciones en la información, hace que el Gobierno Nacional actúe de forma descoordinada con los Gobiernos locales. Sin embargo se plantea una hipótesis que convendría validar en un futuro: las élites locales apropiadas del poder político y administrativo prefieren la dependencia de recursos fijos provenientes de las transferencias del Gobierno central que el impulso de la generación de rentas por la actividad económica propia, normalmente sometida a la incertidumbre y al riesgo. De modo que el Gobierno Nacional tiene una tarea trascendental para el cierre de las brechas entre las regiones y es hacer los ajustes institucionales necesarios para garantizar el control de aquellas con peores desempeños. De lo contrario, el Estado colombiano por cada paso que avance en Bogotá, retrocederá unos cuantos en Quibdó. En el entorno institucional en que estas regiones periféricas se desenvuelven, la prosperidad se vuelve una condena ante la avidez de una clase política corrupta. Y quienes pagan las consecuencias son los votantes de estos departamentos, que integran el grueso de la población con menores ingresos y oportunidades del país.



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