Un cuerpo frágil


Los colombianos llegamos al final de la década pasada con la idea que el Estado había ganado la fortaleza que nunca ha tenido. Las victorias militares contra la subversión hizo creer que sobre el lomo de las fuerzas armadas el Estado colombiano había alcanzado un nivel de control lo suficiente avanzado como para garantizar una óptima provisión de bienes públicos, una adecuada gestión de las políticas públicas y una reducción ostensible de los riesgos para la vida y la integridad de los ciudadanos. Infortunadamente, cuando se analizan indicadores relevantes de fortaleza del Estado con no necesariamente mucho rigor, rápidamente uno concluye que la corrupción, las desigualdades regionales y la violencia suponen aún retos para la supervivencia misma de la organización estatal colombiana. Y este tema cobra especial interés para mí cuando se culmina un periodo de gobierno y justo este siete de agosto damos inicio a otro. El balance del periodo constitucional que culmina en esa fecha es interesante, no excento de críticas profundas: un panorama macroeconómico muy favorable, una reducción de la pobreza bastante pronunciada, menos desempleo, una demanda interna en expansión y unas expectativas razonables de terminación del conflicto con la mayor guerrilla del país, las FARC.

Sin embargo, ¿por qué ese balance, aunque favorable, no es suficiente?, no es suficiente en la medida en que la fragilidad del Estado colombiano sigue siendo un factor de riesgo para el bienestar de los colombianos. Es un problema estructural que no ha sido abordado con suficiente firmeza por parte de la sociedad colombiana. Una señal inequívoca de esta fragilidad se manifiesta en los negocios políticos: un plan de gobierno puede tener mucha más probabilidad de ejecutarse si los gobernantes tranzan con las clases políticas que tienen una gran cantidad de votos cautivos. Es posible que ningún presidente en la historia de Colombia haya logrado mantener la gobernabilidad -así, en cursiva- sin pactar gabelas burocráticas con políticos ávidos de poder. No dudo de la idoneidad de los ministros del gobierno, en su mayoría  bien preparados para la gestión pública y privada. Sin embargo dudo de la eficacia de los despachos que lideran en la medida en que la burocracia que les acompaña, los mandos medios y sus funcionarios, normalmente está conformada por una jauría de inexpertos muy bien amarrados a sus cargos por cuenta de estar debidamente patrocinados por un congresista o político dueño de votos. Y si nos metemos en las gobernaciones y alcaldías y en cualquier entidad descentralizada, es posible que el panorama sea mucho más desolador. Y tiene sentido, un ministro que se atreva a remover a funcionarios ineptos pero bien apadrinados corre el riesgo de perder la confianza de los partidos en una coalición de Gobierno en el Congreso y poner en riesgo la agenda del presidente y su equipo.

Colombia padece de hace muchos años ese problema de clientelismo. Políticos ávidos de cargos y rentas (rent seaking)  tienen infestada la administración pública con sus cuotas. El sistema ha sido sencillo: si el gobierno quiere que sus proyectos sean ejecuciones, se requiere de acuerdos políticos para garantizar su aprobación en las instancias legislativas. Hace algunos meses el presidente Santos fue prisionero de esa forma perversa de hacer política: de un momento para otro, el Consejo de Estado redujo en casi 9 millones de pesos los ingresos de los congresistas. Las consecuencias fueron vergonzosas y simples, expresadas en una especie de parálisis legislativa que solo pudo resolverse con las facultades legales del presidente que no tuvo otra alternativa que restituir esos ingresos. Y si orientamos al análisis al entorno local y regional, la situación suele ser mucho más crítica: gobernaciones, alcaldías y secretarías municipales y departamentales totalmente dispuestas para ser repartidas burocráticamente en el marco de los acuerdos políticos. Una señal inequívoca de la debilidad crónica del Estado colombiano.

¿Implicaciones económicas de tal fragilidad?, quizás no son tan obvias, pero son severas. Por un lado, pone a la administración pública en manos de individuos sin el conocimiento y la idoneidad para asumir cargos que requerirían una cualificación específica. A menudo sus decisiones podrían carecer de un criterio técnico y asignar recursos a fines menos valiosos, constituyendo esto en protuberantes problemas de eficiencia. Piense por un instante en la cantidad de elefantes blancos en diferentes municipios del país, monumentos al derroche y sin una utilidad pública definida. Los burócratas han tomado decisiones privilegiando sus preferencias y quizás obviando las preferencias agregadas de la sociedad -por omisión intencional o porque, justamente debido a su incompetencia, son incapaces de procesar la información de la forma adecuada-; otro de los problemas considerables de este tipo de falsa gobernabilidad son los costos de transacción que se imponen a la economía. De hecho la corrupción y ese tipo de actuaciones oportunistas o basadas en el modelo del principal-agente -cuando una parte aprovecha que la otra parte no tiene una información perfecta de lo que ocurre-, tienden a imponer costos elevados. Sobrecostos en obras de infraestructura es el caso más elocuente y normalmente se deriva por fallos en los organismos de control, que muchas veces terminan siendo también parte de la rapiña de los cazadores de rentas.

Este 7 de agosto asume el reelecto Gobierno en Colombia. Con una serie de aciertos y fracasos, es un gobierno que, como todos, termina subyugado al problema estructural de gobernabilidad que hace al Estado colombiano un cuerpo frágil. Y dificilmente un presidente o un gobierno podrá cambiar esta realidad. Y si eso no ocurre, ¿qué nos queda entonces?, la verdad el problema parte del votante. Y la solución inicia en el votante. Las clases políticas extractivas tienden a perpetuarse en la medida en que se aprovechan de una masa de votantes sin información y que en ausencia de esta tienen un orden de preferencias que les permite vender su voto. De hecho, uno de los principales retos de la sociedad colombiana es generar fuertes redes de veedurías ciudadanas capaces de ejercer control y presión para una adecuada gestión de la administración pública. La fortaleza del Estado colombiano dista de ser un asunto exclusivo de la Casa de Nariño, pero es esencial para que Colombia rompa las ataduras del subdesarrollo. 


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