Cuentos mágicos catalanes


Carlos II era un rey opaco, débil y enfermizo. Llegó a la corona española y murió sin dejar descendencia alguna, lo que exacerbó los intereses de los pretendientes borbónicos a la Corona de España y la Casa de los Habsburgo, que vio desbanecerse sus pretensiones al momento en que el agonizante rey dejaba la corona a Felipe d'Anjou. Las facciones estaban claras: una parte de la sociedad española aceptaba al nuevo monarca y otra se ceñía a las preocupaciones de Holanda, Gran Bretaña, Prusia y Portugal, entre otros, que temían que el rey español nacido en Versalles, a las afueras de París y nieto de Luis XIV, también heredara la corona francesa. España estaba dividida: Castilla y Navarra apoyaban al rey Felipe mientras Cataluña, Valencia y Aragón apoyaban las intenciones del emperador Leopoldo de Austria de imponer su heredero y quedarse con el trono en Madrid. Y aquí entra Cataluña: las familias nobles catalanas eran fieles al nuevo monarca borbón mientras la burguesía de esta región creía que la Casa de Austria debía quedarse al frente de España. 

¿Y esto entonces qué tiene que ver con las tendencias nacionalistas e independentistas de Cataluña, tema ahora interesante tras la negativa de Escocia de separarse del Reino Unido? Que los catalanes están a punto de tomar una decisión que podría echar al traste un proyecto nacional español y europeo por cuenta de una manipulación deliberada de la historia. Y para soportar esto, continuemos con la historia: Cataluña cae en 1705 en poder de las tropas austriacas, por lo cual las del monarca español tienen como objetivo expulsar a los invasores y someter a los rebeldes a aceptar a Felipe como su gobernante y soberano. La mágica historia que venden los nacionalistas catalanes se enfoca en su supuesto deseo ferviente de constituirse en nación en aquella época, cuando realmente la intención era rechazar la dinastía borbónica, no la separación del Reino de España. En 1714, con la caída de Barcelona luego del sitio de las tropas del Duque de Berwick en el nombre de Felipe, inicia una represión para imponer el orden. No se trata de una conquista española sobre el pueblo catalán, simplemente se trató de una derrota a los austriacos y de reestablecer los dominios del rey español en un territorio de España.

Desde 1980, con el auge del nacionalismo catalán, se erige la figura de Rafael Casanova como un martir. Si bien es cierto que lideró desde la Generalitat una férrea resistencia a aceptar a los borbones como la casa dinástica española, Casanova no lideró ningún movimiento independentista y su figura ha sido desdibujada en el nombre de las ambiciones de una clase política catalana ansiosa de más poder. Casanova no murió aquel 11 de septiembre de 1714, lo hizo 29 años después, recibiendo el perdón real. La Guerra de Sucesión española no fue una lucha entre españoles y catalanes, sino una lucha entre una facción afin al ascenso de Felipe d'Anjou a la corona de España y una burguesía afin a la Casa de los Habsburgo de Austria. Sin embargo, los catalanes han aceptado sin sonrojos una versión bastante distante de la real y sobre esto han constituido el lado romántico de la causa independentista.

¿Pierde sentido por esto la intención de Cataluña de votar si quiere ser una nación?, sin duda que no. El hecho democrático permite que aquellos grupos que consideren tener una identidad común se manifiesten en torno a si consideran que su futuro es mejor como nación. Lo que no es posible de aceptar es que se trastorne la historia en aras de beneficiar a una clase política interesada en extraer mayor poder político que, por la estructura del Estado español, difícilmente tendrá. La separación de esta región es una señal más de la inviabilidad de la estructura actual de España como sociedad política y económica, no de España misma. La partida de Cataluña supondría un golpe de al menos el 20% del PIB de la nación ibérica, la quinta economía de la Unión europea y una de las 20 mayores economías del mundo. No solo los catalanes están renunciando a un proyecto de nación que con reformas a lo más profundo de sus estructuras políticas y económicas podrían devolverle el brillo y el poder a una economía que hasta hace menos de 10 años generaba el mayor volúmen de empleos de la Comunidad europea y que se esperaba que su PIB per cápita convergiera para estos tiempos con el de Alemania, sino que someterían al resto de españoles a una incertidumbre sobre su futuro.

No se trata de excusar a Madrid y culpar a Barcelona. Ambas cargan con la responsabilidad de la pésima gestión fiscal y económica de sus gobiernos -Cataluña es la comunidad autonómica más endeudada de España-, pero la separación supondría un golpe del cual no existe una certeza absoluta de su magnitud pero que tardará años en sanar. Desde el punto de vista económico hay tantos riesgos como posibles ganancias, pero la pérdida de potencia para España y una eventual Cataluña independiente les restará importancia en el concierto internacional, representará una pérdida de peso para la defensa de sus intereses y por independizarse no arreglará las estructuras enclenques que afectan al Estado, más teniendo en cuenta que el estado catalán es tan dinsfuncional como el estado español mismo. No hay, por tanto, un argumento racional y claro que sugiera cómo harán los catalanes para reducir del 22% su tasa de paro y cómo, sin España, podrían pagar sus cuentas. La energía que están perdiendo Madrid y Barcelona en un pulso innecesario está destinando esfuerzos a fines menos valiosos que los de reinventar a una nación que, con un desempleo que supera el 20%, representa los sueños frustrados de millones de españoles. Pero finalmente unos sueños que no desaparecen: y la historia dice que ni en el penoso escenario de la guerra, la separación estuvo en mente. Solo ahora en que la historia -manipulada- se ha tomado con el mensaje equivocado y se ha vuelto un peligroso cuento mágico catalán.

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