Populismo ilustrado



Cerrar las brechas entre ricos y pobres es un objetivo loable. Si los alemanes celebraron la caída del muro infame que separó a Berlín, los colombianos podríamos celebrar que esa barrera imaginaria y tan marcada que separa a las ciudades de nuestro país se rompiera. Y no es algo de poca monta, la barrera entre el norte y el sur en Bogotá, por ejemplo, es una muestra elocuente de las desigualdades de ingreso, de oportunidades, de acceso a la tierra, a infraestructura, entre otros, que caracterizan a la sociedad colombiana. Y en este punto hay que hacer una anotación especial: que unos tengan más que otros no constituye un problema, ni el problema es que unos tengan mucho. El problema es que muchos tengan  muy poco y, más aún, tengan reducidas sus posibilidades de mejorar las condiciones de vida y alcanzar el máximo provecho de su potencial. Transferir recursos del quintil de ingresos más altos al quintil de la población con ingresos más bajos es parte de una política enfocada a reducir las desigualdades, pero aunque es necesaria no es la única herramienta. En realidad, las diferencias entre unos y otros están en función de lo que un individuo y otro pueden lograr. No se espera que ambos tengan lo mismo, pero sí que tengan las condiciones de igualdad para desarrollarse y que en la medida en que desarrollen sus talentos las distancias de ingreso y éxito profesional estén determinadas por sus capacidades y no por las restricciones del entorno.

El anuncio del alcalde de Bogotá de construir viviendas de interés prioritario en los terrenos más valorizados del país puso en la mesa una discusión que, por un lado, evidenció el carácter piramidal de la sociedad colombiana y, por el otro, que incluso con tesis que soportan que la reducción de las desigualdades se puede conseguir a través de la integración de las clases sociales es posible desarrollar políticas populistas. Y me detendré especialmente en este segundo aspecto. Para el observador desprevenido transitar por la Carrera 11 no representa más que recorrer vecindarios de gente rica. Y no se equivocan, esta zona densamente urbanizada, con escasez de vías, vehículos de último modelo y zonas comerciales y residenciales de lujo tiene los precios del suelo más altos del país. Como lo advierten algunos constructores de Bogotá, estos terrenos -ya caros-, pueden ver multiplicado su valor si se les entrega al mercado.  Y tiene sentido: si hoy dejan de ser simples parqueaderos de propiedad del Distrito y se convierten en terrenos aptos para la urbanización y el desarrollo comercial, tienen un potencial de creación de valor que los hace unas verdaderas joyas. 

De modo que la propuesta del alcalde Petro encuentra una primera inconsistencia: una mala asignación de recursos que arrojará un beneficio muy bajo con respecto al máximo beneficio posible. Es decir, si el terreno vale 40 mil millones en sus actuales condiciones, -o lo que el mercado lo valore-, los bogotanos podrían ver entrar a sus arcas millonarios activos líquidos. La lógica económica sugiere que se trata de un excelente negocio. Y si bien la política de los gobiernos caminan en la disyuntiva equidad versus eficiencia, en este caso se podría privilegiar la eficiencia: vender estos terrenos al mejor postor podría darle unos recursos de los que hoy no se dispone para financiar programas sociales, específicamente, y si se venden estos valiosísimos terrenos el gobierno distrital tendría para financiar muchas más viviendas de interés prioritario en otros sectores de la ciudad menos valorizados y con equipamientos urbanos apropiados. Pero, al parecer, al alcalde Petro el tema de la eficiencia lo tiene sin cuidado. A él le gustan los debates livianos pero que lo ponen en el epicentro de las discusiones.

La segunda inconsistencia es menos obvia, pero no menos importante. La ruptura de la barrera entre ricos y pobres difícilmente se va a dar imponiéndoles a unos y otros convivir entre ellos. No solo el sector no cuenta con equipamientos sociales como parques públicos, escuelas y centros de salud -las personas de ingreso alto prefieren pagar por ellos, así que no es prioridad del gobierno hacerles una provisión significativa, por tanto en la zona abundan equipamientos privados-, sino que dadas las condiciones de ingreso de las personas residentes, los precios de los bienes y servicios son más altos que en el resto de la ciudad, ¿cómo piensa manejar el Distrito el hecho que una persona del quintil de ingreso más bajo tenga a su disposición bienes y servicios que, normalmente, pagan las personas del quintil de ingreso más alto?; ahora bien, la desigualdad no se reduce realmente por el hecho de transferir activos a quienes no tienen ninguno. Una casa es una necesidad básica, mejora las condiciones de vida, pero el real éxito de una política de inclusión están explicada por su capacidad para desarrollar el potencial de los individuos -acumulación de capital humano, que supone educación de calidad y salud-; que 300 familias víctimas del conflicto, en situación de pobreza, lleguen a vivir en un sector de estas condiciones tendrá verdadero efecto si van a tener acceso a las mismas oportunidades que las personas que, por la razón que sea, cuentan con los recursos para pagar por un metro cuadrado de terreno casi 2 millones de pesos. 

La convergencia entre los ingresos de los diferentes segmentos de la población debe pensarse desde la posibilidad de cerrar de forma definitiva las brechas. El acceso al conocimiento, la salud, el aseguramiento y un progresivo mejoramiento de sus condiciones de vida tiene un impacto de largo plazo mucho mayor que apostar por riquezas tasadas en dinero: el conocimiento de un profesional egresado de una universidad de calidad tiene un mayor peso en la generación de riqueza que la valorización nominal de sus activos. Traer a unas familias en situación de pobreza a vivir con personas de ingresos muy altos no es un disparate, pero sí una irresponsabilidad: por el hecho de satisfacer una postura ideológica se puede perder una oportunidad de aprovechar unos recursos y destinarlos a verdaderas oportunidades de inclusión. Y si somos sensatos, lo que compensa vivir en esta zona de Bogotá está muy de la mano de tener una abultada chequera. Realmente, por la precariedad de sus vías e infraestructura pública, vivir allá sin el dinero necesario puede ser una afrenta originada en las buenas intenciones. Creo que es más llevadero el trancón diario de la carrera 11 en un BMW último modelo que en un bus del SITP. Pero, de nuevo, el alcalde Petro no quiere escuchar. Está muy ocupado pensando en cómo profundizar su populismo ilustrado. 

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