El dividendo retenido

Si se concreta la firma de un acuerdo que ponga fin al conflicto armado en Colombia, estamos frente a una oportunidad muy grande de consolidar algunos avances en materia económica que impulsarán al país aún más adelante de lo que ha venido ocurriendo: se espera que el producto crezca a tasas mayores y que las brechas entre regiones se cierren a una velocidad superior a la actual -se espera que Chocó, al ritmo actual, alcance el nivel de ingreso de Bogotá en ¡dos siglos!-. Así mismo, las pérdidas de capital se reducirán al igual que la incertidumbre, lo que supone que los agentes estarán en condiciones de asumir mayores riesgos y busquen actividades económicas más rentables. Sin embargo, ¿será esto suficiente?, la respuesta es no. El final del conflicto armado no será suficiente para que los colombianos aspiremos a un país diametralmente distinto al que tenemos, aunque ciertamente sin un grupo armado ilegal tan poderoso y desestabilizador como las Farc es de esperar que las cosas vayan mejor -el dividendo de la paz-. El asunto entonces es, ¿qué otro dividendo hace falta para que las expectativas que tenemos puestas en el posconflicto no desemboquen en una decepción?

Sin duda ese dividendo retenido que llamo está en la capacidad de los colombianos de ponernos de acuerdo en el Estado que necesitamos para los próximos años. Y es un asunto que va desde la capacidad de votar y elegir buenos representantes a los cargos de elección popular hasta la forma en que se recaudan los impuestos y cómo se gastan. La discusión es muy amplia y parte de replantear el sistema político y adaptarlo de modo tal que esté en armonía con el sistema económico. La naturaleza del Estado moderno requiere que se configure en una típica estructura de juegos cooperativos: unos agentes dispuestos a cooperar y a sacrificar la máxima ganancia individual posible por la máxima ganancia social posible. En otras palabras, un Estado que permita la ganancia privada pero garantice que los individuos cooperen para alcanzar el máximo bienestar de la sociedad. Probablemente esto marque la diferencia entre el Estado de antaño, muy generoso con los poderosos y avaro con los más pobres. Para ello se requieren reglas de juego claras y una capacidad indiscutible de hacerlas cumplir: la libre empresa, fundamental en el modelo de desarrollo que disfrutamos, no puede ser una rueda suelta y debe ir de la mano de un Estado fuerte y capaz de asumir con pertinencia la provisión de bienes públicos.

Uno de los aspectos que más pueden contribur a estos aspectos es que se  consolide lo que algunos politólogos y economistas llaman accountability, que no es otra cosa que la capacidad de los representantes elegidos popularmente de rendir cuentas a sus electores. Esto supone la necesidad de reformar el sistema electoral, reconfigurar las circunscripciones y la composición de órganos como la Cámara de Representantes, los concejos municipales y las asambleas departamentales. En un sentido más práctico, esto aspira a generar mecanismos de veeduría sólidos y supervisión a las asignaciones de recursos para las regiones y a la forma en que su gasto es controlado. En las actuales circunstancias, los incentivos para que un diputado rinda cuentas son muy pocos y esto en poco o nada contribuye a las exigencias sociales de transparencia y buena gestión de lo público. Hoy día los elegidos suelen tener compromisos con grupos de interés y no con sus regiones, lo que dificulta y hace que aspectos degradantes como el desperdicio de las regalías, por ejemplo, se mantengan y consoliden.

Acemoglu y Robinson advierten de las dos condiciones esenciales para el desarrollo: instituciones políticas incluyentes en armonía con instituciones económicas incluyentes. Esto no quiere decir otra cosa que reglas de juego que posibiliten la contienda y gestión políticas sin barreras para los ciudadanos -nadie concentra el poder y este se ejerce conforme al mandato popular- y la economía genera riqueza sin que esta se desvíe a grupos de interés -políticos y empresarios corruptos, entre otros-. Viene entonces la reflexión final: el conflicto armado en Colombia tuvo un origen en la incapacidad del Estado de velar por el bienestar de todos los sectores de la sociedad colombiana. El terrorismo, la violencia y las expresiones polarizantes que han costado miles de vidas y valiosos recursos no son reacciones espontáneas y responden a incentivos, intereses y expectativas. Con todo y lo censurable y condenable de la absurda guerra que ha padecido Colombia, es aún poco lo que se logra si se ponen soldados en las vías y se evitan así secuestros, mientras en el Congreso los elegidos por el pueblo no asisten a las sesiones y no cumplen con su tarea vital de legislar y efectuar el control político a los ejecutores de las políticas públicas. Si ese escenario llega a cambiar en los próximos años, veremos por fin ese dividendo retenido que tanta falta nos hace.


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