La delgada línea roja



El asesinato de 12 personas a manos de unos fanáticos religiosos en París ha tenido en tensión a buena parte del mundo. No deja de sorprender y desconcertar que la plana mayor de una publicación haya desaparecido por expresar sus ideas con sátira, a veces burla, a manos de quienes no dudan en disparar un fusil invocando el nombre de Dios. Muchos nos hemos sentido especialmente tocados por este caso, ya sea por la filiación con la prensa libre, con ese país o por lo chocante de la situación; de allí que las manifestaciones de solidaridad y dolor no hayan sido menores. Sin embargo, no ha sido menos sorprendente que algunos, cuando los cadáveres no han terminado de ser levantados de la carnicería brutal, pongan la discusión sobre el estilo que usaban los periodistas desaparecidos. En cualquier escenario, parece que cuando esta discusión se lleva a cabo en un momento tan difícil se relativiza una muerte horrible y repudiable. Si no fuera Charlie Hebdo sino el National Hebdo (diario de la ultraderecha francesa), el dolor y la indignación deben ser iguales.

Cuando veo esta discusión en este contexto, me imagino a quienes culpan a una mujer de su violación por andar con una minifalda y no a quienes arbitrariamente accedieron de forma violenta a ella y su cuerpo. La muerte no es castigo y como principio fundamental, incluso quien merezca la más fuerte de las sanciones no merece la muerte como una de ellas. Ayer fue agredida la libertad de expresión, la posibilidad de decir lo que se piensa y actuar conforme a los dictados de la consciencia: lamentar y unirse al dolor y rechazo por este acto terrorista en lo absoluto implica una comunión con el tipo de periodismo que representa Charlie Hebdo. En este momento es la defensa de la libertad de expresión y, si se quiere, de algo mucho mayor que la libertad de expresarse: la libertad de vivir. Por eso es inoportuno relativizar una expresión de violencia tan macabra invocando si los periodistas, que por demás perdieron arbitrariamente su derecho a defenderse, estuvieron equivocados al tomar el nombre del islamismo con ironía o burla. 

Francia, Estados Unidos, Reino Unido, España y otros países occidentales han estado inmersos en campañas militares en oriente que han costado miles de muertos y pérdidas irreparables; no obstante, a pesar de los errores políticos de sus gobiernos, no resulta aceptable actuar con cierto tufo fanático y expresar con ligereza que los muertos de occidente son consecuencia natural de los muertos de oriente, como si eso balanceara  el cosmos y dejara las cuentas claras. Voltaire, en su tratado sobre el fanatismo, condena a aquellos que toman sus sueños por realidades y sus imaginaciones por profecías, quienes no dudan en sacrificar a aquello que no es más que humano; sin embargo, también previene de un fanatismo más sutil pero no menos peligroso: ese que ejercen con sangre fría algunos que condenan a quienes no piensan como ellos; ninguna muerte es deseable, ninguna muerte es aceptable, ninguna muerte es justificable. En el mismo tratado, el filósofo francés se pregunta: ¿Qué es la tolerancia? Es la panacea de la humanidad. No existe, por tanto, pertinencia entre quienes parecieran ensañarse con los errores de unos periodistas a quienes les fue suprimido con un tiro de fusil su sagrado derecho a expresarse y eventualmente defenderse. A las víctimas de una intolerancia  mayor y absurda. Alguien podría decir que esta publicación fue intolerante con los musulmanes, entonces uno podría decir: ¿merece la muerte su equipo editorial por ello?.

¿Cuál es el camino de la prensa libre?, seguirlo siendo, incluso si sus opiniones fuesen contrarias a nuestras ideas, doctrinas e intereses. En la medida en que la tecnología se expande, las ideas tendrán más canales y mecanismos para difundirse y estaremos más fácilmente expuestos a la crítica, a la burla o a la ofensa. ¿Hay límites?, por supuesto, hay leyes y hay mecanismos legales para impedir que información difundida se convierta en un riesgo para la reputación y buen nombre de las personas. Pero hoy todos somos Charlie Hebdo -o debemos serlo- no por apoyar su sátira y burla a lo sacro, sino porque defendemos y creemos que uno de los grandes logros de la civilización es la realización individual, que incluye la libertad de pensar y expresarse, así como el deber de asumir con responsabilidad esos derechos. Hoy somos Charlie Hebdo porque creemos que la tolerancia es la panacea de la humanidad, porque la vida es sagrada y bajo ninguna circunstancia es admisible retirarle ese sagrado derecho de vivir a las personas. Cualquier crítica a un medio que se quedó sin mentes y voces que lo defiendan por culpa del fuego criminal no es más que una fisura sobre las nociones de libertad que tenemos y que gozamos. Es tal el valor de la libertad de expresión que muchos hoy se atreven a relativizar la muerte de unos periodistas inocentes. Y mientras tanto matar en el nombre de Dios puede seguir siendo una idea razonable para quienes creen que la vida se puede retirar con el deseo puesto en la ira. Y nuestro silencio puede ser cómplice de tal locura. Hay una delgada línea roja entre nuestra desaprobación a lo que hace Charlie Hebdo y los sentimientos en torno al vil ataque del que fue víctima: es necesario no pararnos sobre esa línea, so riesgo de pasarla y terminar excusando con ello lo inexcusable y sepultando así la memoria de quienes no cuentan ya con el derecho que gozamos hoy nosotros: vivir y expresarnos.


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