Bogotá
Esta semana el influyente periódico británico The Guardian publicó un estudio sobre la forma en que se configuraban cuatro ciudades del mundo: Londres, Delhi, Tokyo y Bogotá. El estudio es contundente: entre esas cuatro ciudades hay cerca de 80 millones de personas y un PIB de 2,2 billones de dólares (millón de millones). El estudio de LSE refuerza la idea que las ciudades son, sin lugar a dudas, algunas de las creaciones humanas más apasionantes y complejas de entender: la ciudad es, por definición, una creadora de riqueza, producto de las redes sociales que se extienden y que generan externalidades positivas. No obstante, la aglomeración impone costos, algunos de ellos de difícil asimilación, que supone efectos negativos para sus habitantes. Que Bogotá figure en este estudio no es gratuito: entre Santiago y Ciudad de México es la ciudad más grande y posiblemente la más importante de la región; aglomera a ocho millones de personas, moviliza el mayor volumen de carga del sur del continente americano y pone el 26% de la riqueza que genera la tercera economía de América Latina -Bogotá es una economía más grande que la de Uruguay, Panamá o Guatemala-.
Quizás el observador desprevenido entienda al llegar a la capital colombiana sus características más generales: una riqueza expresada por las pretenciosas construcciones privadas a lo largo y ancho de la ciudad y por un aeropuerto que, aunque pequeño para lo que se requiere, sugiere que se trata de una ciudad económicamente vibrante. Pero el observador puede también sentirse desconcertado: no rueda un solo tren ni por debajo ni por encima de la ciudad, no hay autopistas propiamente dichas y hay una coexistencia marcada de una sociedad paralela, hacinada en barrios llenos de casas opacas y calles estrechas en el sur de la conurbación. Bogotá puede ser muy rica y puede ser muy pobre a la vez. Esto también refuerza una condición inherente a las ciudades: su crecimiento, configuración y características propias están en función de sus patrones económicos, políticos y sociales. Bogotá es diferente a Londres -de una población similar- porque tienen maneras distintas de hacer las cosas y en responder al contexto local, regional y nacional en que se desenvuelven. Mientras Londres desarrolló desde 1863 un sistema de trenes metropolitanos que hoy se extiende a lo largo de 408 kilómetros, Bogotá ha construido menos de 110 kilómetros de carriles exclusivos para su sistema de buses rápidos y lleva más de sesenta años planeando la construcción de un metro. Al analizar en detalle esto por qué ocurre, es imprescindible detenerse a pensar que Bogotá es una víctima de una institucionalidad débil: el Estado nacional no ha tenido en esta ciudad algo diferente a una sede de sus operaciones, sin que haya existido alguna vez coordinación alguna con el nivel local del Estado. Por consiguiente, el Distrito cuenta con relativa autonomía aunque es una entidad limitada financieramente, sumada a su incapacidad de definir el uso más adecuado para los recursos de los que dispone. No de otra forma es posible explicar cómo una ciudad rica ha sido incapaz de gestionar una infraestructura ajustada a sus condiciones.
Recorrer Bogotá es una visita a una larga cadena de errores de administración pública. Si el mecanismo de los precios ha demostrado sus fallas, la capital colombiana ha sido una muestra elocuente de los fallos de gobierno. Tomar decisiones con criterio de eficiencia y durabilidad no parece haber sido una preocupación de los gobiernos locales a lo largo de su historia: que en 20 años se haya multiplicado exponencialmente el parque automotor mientras no se construyó en ese periodo una sola autopista, expresa con claridad la incapacidad de los policy makers bogotanos de entender los patrones sociales, económicos y políticos de Bogotá. Bastaba con analizar el comportamiento demográfico de la ciudad en 1960 para predecir que la población crecería lo suficiente como para requerir de soluciones profundas en vivienda, movilidad y servicios. No obstante, la capital colombiana no solo tardó en darse cuenta de los problemas sino que su capacidad de respuesta se vio desbordada: construir un metro para una ciudad de 3 millones hace cincuenta años hubiera sido una decisión mucho más apropiada en una perspectiva de largo plazo que construir un metro para satisfacer una demanda de una ciudad tres veces más grande. Esto revela uno de los grandes retos de las sociedades modernas: alinear los intereses individuales con el interés común. A lo largo de su historia, la Capital ha experimentado el ascenso de grupos de interés muy fuertes, defensores de sus feudos y opositores rotundos al cambio. Transportadores, comerciantes, contratistas, casi ninguno de estos grupos está dispuesto a impedir la modificación del statu quo. Solo esto podría explicar que, en presencia de universidades de élite y de fuentes potenciales de capital humano, centros de investigación y de pensamiento, las decisiones de política tomada hayan sido tan adversas.
El crecimiento acelerado de Bogotá plantea riesgos preocupantes: el aumento de los precios y el costo de vida, el deterioro de la situación de movilidad, seguridad y convivencia, entre otras dificultades propias de las aglomeraciones. Estos problemas exigen la sustitución de las instituciones que han demostrado su impertinencia para gobernar una sociedad de ocho millones de personas y cerca de 90 mil millones de dólares anuales de riqueza y asumir los altos costos de resolverlos. Elevar la productividad y garantizar que los efectos positivos de la aglomeración se socialicen tendrá una relación estrecha con la capacidad de coordinar los esfuerzos en los diferentes niveles del Estado y los distintos sectores de la sociedad para hacer una provisión más adecuada de infraestructura, seguridad y servicios públicos. Que un tren centenario recorra a la ciudad es un espectáculo para los turistas y visitantes como yo, pero para un usuario del colapsado sistema TransMilenio es un despropósito: finalmente recuerda que Bogotá es la única capital del continente sin sistema de trenes metropolitanos. Aún cuando produce la riqueza necesaria para tenerlo.
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