¿Qué paga ser pilo?
Pocas veces una política pública se ejecuta con tanta agilidad en Colombia. Entre el anuncio presidencial de los 10 mil créditos condonables -que finalmente es la naturaleza de una beca- y la entrega de estos recursos a los estudiantes bachilleres no pasaron más de tres meses. En primera medida, es un reconocimiento del Estado colombiano a algo que es evidente: en la educación superior hay una fuerte división entre universidades públicas y privadas pero, más preocupante aún, una brecha muy amplia entre quienes acceden a las universidades privadas de mayor calidad y quienes por limitaciones financieras no logran hacerlo. Hay que pensarlo de esta manera: en promedio, una matrícula anual en una universidad privada con acreditación de alta calidad en Bogotá ronda los 9 mil dólares y 7 mil dólares en Cali -excluidas las matrículas de medicina, que normalmente están por encima de estos promedios-; al enfrentar los costos de los programas de pregrado de estas universidades con los ingresos de una familia representativa colombiana uno puede encontrar que estos, en el mejor de los casos, se igualan, anulando toda probabilidad de ingreso a estas universidades por los estudiantes provenientes de estos grupos familiares.
Emerge entonces el concepto de la movilidad social, entendida como la capacidad de una generación actual de acceder a más y mejores beneficios de los que tuvo la oportunidad la generación inmediatamente anterior. Para que esto ocurra, hay dos principios fundamentales normativos y deseables: igualdad de oportunidades y meritocracia. Sin embargo, y me detendré en este segundo principio normativo, la meritocracia en un punto extremo podría generar una especie de sistema de castas, excluyentes, basadas en los méritos cognitivos alcanzados por un segmento menor de la población, como lo sugería Michael Young. Y este efecto se exacerba si consideramos que, por ejemplo, la educación básica de mejor calidad la ofrecen colegios privados cuyos costos no pueden asumir las personas de menores ingresos. El mérito de ser bien educado se encuentra muy ligado a una realidad: el ingreso de los padres. ¿Cómo romper este fenómeno?, indudablemente hay herramientas de corto y de largo plazo. El programa de las 10 mil becas que ofreció el Gobierno Nacional parece corresponder al grupo de herramientas de corto plazo con resultados duraderos en el tiempo.
El hecho que el Gobierno ligue el programa de becas a las mejores universidades del país y a un segmento de la población ubicados en los deciles de ingreso más bajo constituye un notable esfuerzo de movilidad social. Por un lado, es un desafío abierto al statu quo tan propio de nuestras sociedades en desarrollo en el que estudiantes sin recursos económicos, probablemente primera generación en ir a una universidad, irán a las instituciones de educación superior de su elección sin considerar sus ingresos familiares. Si bien centros educativos como la Universidad de los Andes han hecho esfuerzos notables por incluir a estudiantes becados, este programa gubernamental señala una estrategia más general y de rápida ejecución internalizada por el Estado. Y tiene sentido la rapidez que la caracteriza: ampliar la oferta de las universidades públicas, garantizando su calidad y pertinencia es una política de largo plazo que debe llevarse a cabo pero que no responde a las exigencias de los jóvenes que en la actualidad salen del colegio y no gozan de oportunidades de acceso a la educación superior de calidad. La defensa de este programa inicia cuando muchos reclaman si estos recursos fueron verdaderamente destinados a su uso potencial más valioso; es decir, si ese presupuesto no hubiera sido mejor destinarlo a justamente atender las necesidades del Sistema Universitario Estatal, que finalmente haría menos costoso este programa de becas y hubiera, presumiblemente, aportado los mismos beneficios. Probablemente sí. Sin embargo, y creo que ahí está el core del asunto, este esfuerzo es una respuesta clara a la naturaleza segregacionista de la sociedad colombiana: los pobres van a un lado y los ricos a otros, lo que en el mejor de los casos mantiene la distribución de la riqueza en las penosas condiciones actuales.
El sistema educativo colombiano tiene muchas carencias, muchas de ellas más asociadas a la gestión que a la misma existencia de recursos. El caso de Colciencias es notable y describe con precisión cómo los fallos del gobierno a veces son tan nefastos como los del mercado: burocracia inútil, criterios de evaluación anti-técnicos y recursos destinados a fines sub-óptimos. Pero transformar a las entidades estatales toma tiempo, requiere de voluntad política en todos los niveles e idoneidad, aspectos que por ahora son pequeños fogonazos en el establecimiento colombiano y no una regla general. De allí que el programa de becas es una buena alternativa: demanda muchos menos esfuerzos de parte del Estado, más allá de la administración de los fondos destinados al programa, y delega en las universidades la responsabilidad de usarlos. El Gobierno debe preocuparse por transferir los recursos, mientras las universidades involucradas ponen su recurso humano, infraestructura, conocimiento, pertinencia y políticas internas, minimizando la participación del Estado. Esto quiere decir que el Estado delega en cada institución la responsabilidad de recibir, educar y acompañar a los estudiantes becados. No se necesita mucha experiencia para saber que un centro educativo como la Universidad Javeriana tiene muchas más posibilidades, dadas las condiciones actuales, de acompañar eficazmente a un estudiante becado que la Universidad del Valle.
En síntesis, las bondades del programa de las 10 mil becas las resumimos en dos específicamente: por un lado, es una herramienta muy interesante para cerrar las brechas entre los estudiantes más ricos y los más pobres, dándole a estos últimos oportunidades muy similares a las que tiene un joven cuyos ingresos le permite pagar una universidad privada de calidad. Un claro atentado contra la desigualdad de oportunidades. La segunda bondad del programa es que simplifica la participación del Estado colombiano y entrega a organizaciones que son más eficientes la ejecución del proyecto. Sin embargo, ¿todo es maravilloso con este programa?, indudablemente no. La primera crítica que se podría formular es: ¿y qué ocurre con quienes no pueden ni pagar una universidad ni acceder al programa de becas?, urge contestar de forma definitiva a este interrogante, de lo contrario estas 10 mil becas y las que hayan de venir pueden profundizar las brechas, ahora entre quienes pueden y quienes no pueden acceder a un auxilio estatal de esas condiciones. La segunda consideración es que, finalmente, las condiciones de las becas cargan en el estudiante el riesgo: si por alguna situación ajena a su voluntad, el estudiante abandona sus estudios, cargará con una deuda que al final de cuentas terminará empobreciéndolo aún más (réstele esta obligación a los activos de la familia del estudiante y su patrimonio, seguramente ya pequeño, se verá muy disminuido). La tercera consideración está ligada al hecho que el Gobierno no puede sustituir con esta política de estímulos a la excelencia académica a una política de financiamiento y fortalecimiento de la universidad pública.
Este programa es un esfuerzo loable del Gobierno y es un acierto, sin lugar a dudas y marca un esfuerzo notable por reducir las desigualdades y redistribuir mejor el acceso a las oportunidades. Pero no puede ser la única herramienta para ampliar la cobertura de la educación superior ni su calidad, que finalmente impactarán en el crecimiento del capital humano y por esta vía en el crecimiento económico. No obstante, es un buen incentivo para que los estudiantes se preparen y ambicionen un poco más de lo que creían poder lograr dadas las condiciones de sus padres: ahí ser pilo empieza a pagar. Y un país que brinda oportunidades a sus mentes más brillantes empieza a caminar por el sendero correcto.
Andrés Felipe Galindo Farfán
Pontificia Universidad Javeriana Cali
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