Cali-Amsterdam
Hoy es posible ir de Cali a Amsterdam en un moderno Boeing 777-700 del grupo KLM-Air France. El vuelo va lleno y sus bodegas cargadas de mercancías que salen de Colombia y son llevadas al pequeño pero rico mercado holandés. En otros términos, el hasta ahora discreto aeropuerto internacional Alfonso Bonilla Aragón, el tercero por tráfico de pasajeros en el país, se conecta directamente con el aeropuerto de Amsterdam-Schipol, uno de los más grandes de Europa y con mayor tráfico en el mundo. El secreto de KLM para optar por Cali y no por Bogotá, por ejemplo, está en una razón sencilla y poderosa: por su ubicación geográfica, los aviones pueden despegar con más peso que en la altura de Bogotá y optimizar el uso de combustible. Es decir, la relación peso/combustible permite un uso más eficiente de cada galón y esto reduce los costos y aumenta los beneficios de la aerolínea. Lo que está ocurriendo es que muchas mercancías colombianas son traídas a Cali para ser llevadas a Holanda. Los holandeses vieron en Cali un centro logístico de primer nivel, cosa que nosotros jamás notamos, al menos no con la fuerza suficiente. De hecho, es muy coherente con una idea que está en el ambiente: los caleños seguimos pensando que somos un pueblo, a pesar que Cali tiene la población de Roma, más habitantes que Munich y ligeramente menos habitantes que Madrid.
El rezago de Cali fue particularmente fuerte en la década pasada, cuando ciudades como Medellín y Barranquilla empezaron a ganar dinamismo y poco a poco se situaron como un destino ideal para la inversión, el desarrollo inmobiliario y la modernización de su infraestructura. El caso de Barranquilla es bien interesante: de una ciudad gris y caótica, ha pasado poco a poco a ser una ciudad referente en el Caribe colombiano, región históricamente sometida a la violencia y la pobreza que caracteriza a las regiones de la periferia. En efecto, hoy la capital del Atlántico tiene una relevancia y un potencial incluso mayor que el de Cartagena, ciudad sitiada por una seguidilla de pésimas administraciones y una dirigencia local anodina. Cali no es Cartagena, ciertamente, pero su historia reciente parece escribirse con la misma tinta con la que se escribe la de La Heroica, además que está estrechamente con lo que ocurre en el Valle del Cauca: una clase dirigente fragmentada, en cierta medida indiferente, que se refleja en la inestabilidad política de la última década, donde hasta la fecha ningún gobernador ha podido concluir su periodo. Desde luego, el panorama de hoy es mucho mejor que el de hace diez años: el gobierno municipal actual dejará un saldo positivo en las cuentas de la ciudad y seguirá la tendencia iniciada por la anterior administración de emprender obras de infraestructura claves para la modernización de la región. Sin embargo, aún falta un camino por recorrer.
Los desafíos de la capital vallecaucana son grandes en materia de calidad de vida. Pero en esta ocasión no se trata de enunciar problemas que están más que diagnosticados y que requieren es un enfoque propositivo, que resalte los potenciales de la región y la urgencia de emprender proyectos que transformen a la ciudad misma y la concepción que de ella tenemos los ciudadanos. Su ubicación geográfica, que la hace un potencial centro logístico que permita la multimodalidad en el transporte y el desarrollo de actividades asociadas a la agricultura y la agroindustria, su cercanía al mar pero también al interior del país, la presencia de un cluster de universidades de alto nivel y un capital humano potencial suficiente, emergen como una especie de dotaciones que, si bien hay que resaltar hoy se están aprovechando más que antes, aún nos exigen ser más ambiciosos e ingeniosos. El caleño no solo quiere calles y parques seguros, sino que sus ingresos mejoren, que sus habilidades puedan desarrollarse y alcanzar su máximo potencial sin necesidad de emigrar y esto redunde en mejores condiciones de vida. Y para lograr este objetivo se requiere de una dirigencia capaz de comprender estas exigencias y de tener una visión global de los asuntos locales, alejados del cálculo político tradicional y cercanos a un modelo de desarrollo basado en la internacionalización y el conocimiento. Y Cali tiene las herramientas para edificarse sobre las bases de ese modelo.
Construir redes de cooperación entre los diferentes niveles del Estado -desde el barrio, pasando por la comuna, el municipio, el departamento y la nación-constituye el primer paso para un cambio profundo en la ciudad; para lograrlo, es preciso jugársela por la selección de los próximos líderes de la región, capaces de tender puentes entre los diferentes estamentos de la sociedad. La politiquería, el clientelismo y la corrupción no serán derrotados ni proscritos en su totalidad, pero contamos con entidades como la Cámara de Comercio, la Unidad de Acción Vallecaucana, las universidades y organizaciones del sector privado que cuentan con la capacidad para auditar y ejercer el control social necesario sobre quienes ocupan los cargos de representación popular. Hoy Cali padece una típica economía dual, como la llama Joe Stiglitz, en donde dos sociedades coexisten pero no se reconocen. Hay un divorcio entre la Cali próspera y la Cali rezagada, entre su dirigencia y sus ciudadanos, entre el municipio y el departamento. Bajo este panorama, será necesario oír nuevas voces. Porque lo cierto es que hoy se puede hacer un vuelo Cali-Amsterdam porque unos empresarios holandeses creyeron en el potencial de nuestra región. Quizás sea la hora que nosotros también creamos.
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