El origen de nuestros odios



Durante el siglo XIX hubo alrededor de ocho guerras civiles entre 1810 y 1899. No habían pasado ni siquiera dos años desde la declaración del 20 de julio de 1810, donde la burguesía criolla manifestaba su desazón con la Corona española, y ya una dura confrontación se había gestado entre quienes estimaban la necesidad de mantener un régimen centralista y aquellos que consideraban mejor un régimen federalista. Los primeros establecieron a Santa fe como su capital, mientras los partidarios de la descentralización se asentaron en Tunja. Durante ocho años los dirigentes de entonces enfrentaron a sus ejércitos para imponer su visión sobre cómo debía ser gobernado el país, con un pequeño detalle omitido: aún era una colonia. Luego, la guerra se encendería en los tiempos finales de la Gran Colombia; a mediados de siglo volvería otra confrontación entre federalistas y centralistas y terminaría el siglo con la fatídica Guerra de los Mil Días. Menciono someramente cuatro de esas confrontaciones, aunque las ocho guerras civiles tuvieron móviles similares: enemistades entre las élite y la incapacidad de imponer las ideas por las vías de la concertación. Es así como el siglo XIX terminó entre el fuego cruzado de liberales y conservadores y el siglo XX llegó en medio de la más absurda de las guerras que ha vivido Colombia. 

Al profundizar un poco en la naturaleza de los conflictos armados a lo largo de la historia colombiana, la principal característica que emerge es que, sin excepción, todas se han originado en la concepción de las élites con respecto al poder. En general, el poder ha sido visto como un botín que no se comparte y la condición que ha primado es que quien lo ostenta excluye a quien no. En esencia, bajo esta lógica fue concebido el Estado colombiano, principalmente en las regiones. Quizás esta característica fatal de las instituciones políticas y económicas colombianas ha sido la semilla de fenómenos hoy absolutamente comunes pero que están ya incorporados en el ejercicio político en Colombia: el clientelismo, esa conducta avivata de ligar la preservación del poder al manejo indiscriminado e interesado de la burocracia del Estado. Precisamente, el hecho que en Colombia el poder no se ostenta sino que se captura parece explicar el origen mismo de las confrontaciones en nuestra historia. Pero entonces, ¿se trata hoy de un conflicto o es una amenaza terrorista?, en primer lugar hay que entender que hablar de un conflicto armado supone aceptar la presencia de factores políticos, sociales y económicos que configuran el antagonismo de las partes beligerantes; en contraste, una amenaza terrorista se podría entender como un fenómeno de origen espontáneo y coyuntural, casi exógeno. 

¿Son las Farc, las AUC, el ELN y el fenómeno de las guerrillas colombianas entonces una expresión de una generación espontánea o un rezago de un conflicto crónico altamente relacionado con la existencia de un Estado basado en instituciones excluyentes?, la realidad, vista con detenimiento, nos dice que son rezagos de una violencia histórica. El contexto del Estado colombiano de mediados del siglo XX era particular: el poder se repartía de forma explícita entre los dos grandes partidos en un acuerdo que puso fin a la dictadura en 1957. Esa alternancia, conocida como el Frente Nacional, fue una prueba irrefutable del carácter excluyente de las estructuras de gobierno de la sociedad colombiana, altamente centralizadas, con poca filtración de movimientos alternativos y una profunda lejanía del país rural, que en aquel entonces constituía mayoría. No es de extrañar que las expresiones de violencia en el país ocurrieron en regiones periféricas: las guerrillas liberales se asentaron en los Llanos; los comienzos de las Farc fueron en el sur del Tolima y las Autodefensas campesinas en el Bajo Cauca, donde la propiedad de la tierra se ha encontrado históricamente concentrada en manos de unos cuantos terratenientes mientras los pequeños agricultores, generalmente, viven en situación de pobreza. La propiedad de la tierra en Colombia es una de las muestras más elocuentes de la concepción de poder y riqueza en la sociedad colombiana: se acaparan, no se comparten. 

En efecto, la existencia de unas élites excluyentes y acaparadoras del poder y de la propiedad en Colombia determinó la existencia de grupos dispuestos a combinar las formas de lucha para arrebatar el poder y el control institucional. Es una lógica sencilla: durante buena parte del siglo XX, tanto el poder como la propiedad no se ganaba sino que se acaparaba. Esto fortaleció a las élites urbanas y debilitó al Estado, incapaz de responder a las exigencias de las regiones y absolutamente inoperante para ejercer la autoridad que impidiera la proliferación de bandas armadas en rebelión. No obstante, la misma dinámica del conflicto, de la estructura económica y del ejercicio político precipitó la urbanización del país en los últimos cuarenta años, fenómeno desde el que emergen nuevos escenarios de conflicto, donde el terrorismo como herramienta de lucha hace su aparición. Y tiene sentido, en la medida en que la lucha rural pierde valor para una sociedad urbanizada, llevar el conflicto a las ciudades era la manera de mantener vigente la rebelión, lo que supone también nuevas fuentes de financiamiento para los ejércitos ilegales: las economías subterráneas, urbanas por definición. 

A lo largo del siglo XX no ha habido ningún ejército ilegal que se haya disuelto por cuenta, exclusivamente, de la presión militar del Estado. En todos los casos, el Gobierno ha debido hacer concesiones necesarias para desactivar los conflictos. Los diálogos de La Habana, aunque no han logrado ser comprendidos por una opinión pública que compró la tesis de la amenaza terrorista de generación espontánea, constituyen una oportunidad valiosa para el Estado colombiano de asumir la responsabilidad histórica sobre la gestación de la ya larga cadena de conflictos, que implica fortalecer la inclusión de los diferentes segmentos de la sociedad, de profundizar en el cierre de las brechas entre el país urbano y el rural y en reconocer su incapacidad de frenar en su momento las expresiones de violencia. En últimas, la gran concesión que debemos hacer como Estado es reconocer que el origen de nuestros odios ha estado en nuestra incapacidad de construir una nación que se ajuste a una sociedad que, increíblemente, nos demoramos en aceptar como heterogénea.


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