La amarga sorpresa de la paz

Por: Diana Lucía Avellaneda Rodríguez*
Andrés Felipe Galindo Farfán**

Hay que empezar por decir lo obvio. Que los diálogos de paz de La Habana están en crisis, que los ataques de las FARC al Ejército atentan contra la seguridad, que estos actos ponen en tela de juicio la voluntad de paz de la guerrilla y que esto evidencia que una cosa es lo que pasa del otro lado del Caribe y otra, lo que pasa en el país. Lo cual es predecible: las partes no van a actuar como si hubiese un acuerdo firmado, sin haberlo sido.

De esta nueva crisis no hay cosas buenas ni malas, porque en política las cosas simplemente son, pero si se pidiera poner un adjetivo, no habría otra opción más que decir que las cosas que han resultado de esta crisis son sorprendentes. No sorprende la actitud del gobierno, no sorprende la actitud de las FARC, no sorprende la actitud de la “oposición”, ni la de las bancadas políticas, y muchos menos sorprende la actitud de Uribe y su séquito. Lo que sorprende es la actitud de la gente, de los colombianos.

Sorprende la visceralidad con la que se está entendiendo y concibiendo el proceso. Hay que desprender el proceso de las emociones, una tarea difícil teniendo en cuenta lo sensible que es el tema y las causas, consecuencias y víctimas del conflicto. Sin embargo, la negociación de paz está lejos de ser una negociación basada en lo emocional, es ante todo una negociación política, por lo que la concepción del proceso debe estar acorde a lo que se está pidiendo. El análisis y comprensión del mismo debe estar fundamentado en la ecuanimidad, la objetividad y alejado de relativismo morales. Si se quiere, debe sustentarse en los intereses, que configuran un conjunto de incentivos: parece que los colombianos, al ser malos receptores del mensaje, no sabemos cuáles son nuestros intereses en común. Más claros los tienen las Farc.

Sin embargo, no es posible pedirle al llamado ciudadano de a pie que analice al mejor estilo de un académico o un analista experto, pero sí es posible pedir que, a lo menos, sus opiniones, aunque estén alejadas del análisis y la episteme, tengan un grado de claridad y responsabilidad.

Siguiendo el principio constitucional de libertad, los ciudadanos están en su derecho de pensar, decir y opinar lo que quieran, pero hay que recordar que hay otros principios constitucionales que condicen deberes y obligaciones. En esa medida, la libertad de expresión no puede ser la bandera para legitimar la transmisión de cualquier idea, en cualquier tiempo, momento y lugar. Al menos no este caso, porque nuestras palabras, en esta coyuntura, tienen gran incidencia en el proceso de paz, en el clima de polarización que se enfrenta y en nuestra realidad política y social, algo que los colombianos aún no interiorizamos.

Lo más sorprendente es que no parece haber intención, ni ambiente, de querer asimilar esta responsabilidad, ni la intención de mirar el proceso de forma holística, objetiva, calmada, desapasionada y casi que desmoralizada. En ese clima no hay proceso –exitoso- que pueda darse.

Gran parte de esto se da por el manejo de información que le dan los medios al tema, otro ejercicio libre de responsabilidad en la práctica; pero el otro elemento de sorpresa es que la sociedad cree –y repite- lo primero que ve, no es selectiva, neutral ni balancea las fuentes y lo que termina ocasionando es una pérdida de legitimidad y credibilidad al aceptar como verdades opiniones y análisis de aquellos que acompañan sus líneas de publicaciones amarillas, subjetivas y condicionadas. Esto connota un panorama de doble responsabilidad: la de la gente y la de los medios.

Lo grave de la coyuntura que vive el país y el proceso de paz no es el futuro de este. Lo importante acá es que no tiene sentido negociar, ni invertir esfuerzos en dialogar, si la gente no asume lo que implica un acuerdo y un proceso de envergadura como el que tiene el nuestro. Hay que partir por entender que los diálogos entre el gobierno y las FARC no son los diálogos de La Habana, que son los diálogos de Colombia y de los colombianos, que son una parte del proceso, pero no son el único proceso que debe llevarse a cabo.

El proceso de paz pasa también por un deseo de hacerse cargo, una actitud de apertura y cultura de los colombianos, dispuestos a asumir lo que el proceso implica y los costos de este, de lo contrario, esta no será la paz de Santos sino será la paz de unos pocos. No asumir el proceso de paz como un proyecto de país, desembocará en el fracaso de este y todos los intentos que estén por venir y dentro de 50 años seguiremos negociando, con este o con otro grupo armado. Esto preocupa: los colombianos queremos evadir la responsabilidad del pasado, del presente y, si seguimos por esta vía, del futuro violento de nuestra historia.

Da lo mismo negociar, acordar y que la gente se comporte así. Aunque suene como frase de baúl, la verdadera paz no se negocia en La Habana ni con las FARC, se negocia en Bogotá, en todos los lugares de Colombia y con nosotros mismos. Ese es el verdadero punto débil del proceso, no es la poca o mucha voluntad de paz de las FARC, ni la estrategia militar de Santos. No es tanta la soberbia de las FARC como la soberbia de la gente.

Es sano y pertinente tener distancias y aprehensiones con el proceso y con los diálogos, no se trata de creer que todo en él es perfecto y que será totalmente exitoso. Pero parafraseando a los abogados, es preferible un acuerdo de paz imperfecto que una guerra perfecta. A pesar de las reservas e inconformidades que muchos ciudadanos e incluso dirigentes expresaron desde el inicio de los diálogos, varios optamos por apoyarlos porque lo importante no era la posibilidad de llegar a un acuerdo, sino el mensaje y significado que transmitía esta iniciativa: que era algo necesario para el país, que era hora de cambiar el chip, dejar la ola de violencia, de unirse en torno a un proyecto sin tono político, de creer que los colombianos podemos y somos capaces.


Si bien una iniciativa como los diálogos de paz requiere voluntad política y de paz de gobernantes, del Estado y de las partes involucradas, en el caso colombiano, para que estos funcionen se requiere también la voluntad de paz de los ciudadanos, como verdaderos y directos vivientes y practicantes de lo que se firme en La Habana y lo que esto implica. Lo que no está claro acá es si los colombianos tenemos voluntad de paz y estamos dispuestos a apostar por ella. Finalmente, aunque con prontuario, los integrantes de las Farc también son colombianos.

*Politóloga de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, Colombia. Estudiante del Magíster en Gobierno y Gerencia Pública del Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile. Actualmente es asistente de investigación del Centro de Estudios del Desarrollo CED (Chile) y asistente académica del Semillero de Seguridad y Defensa de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Pontificia Universidad Javeriana. Contacto: davellaneda8@gmail.com, @Rockolita89.

**Cuenta con estudios de Economía de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali, Colombia y aspirante becado a la maestría en Economía de la Universidad Icesi de Cali. Inicia su carrera como consultor económico y organizacional y es candidato por el Partido de la U a la Junta Administradora Local de la Comuna 17 de su ciudad, Cali. Contacto: agalindo72@javerianacali.edu.co, @afgalindo.


Comentarios

Entradas populares de este blog

El transporte como bien público

Siloé y el mensaje que le queda a Cali

Pobreza, desigualdad y responsabilidad social