Una paz perfecta




En 2003 se anunció con bombos y platillos que el nuevo gobierno había llegado a un acuerdo de paz con las Autodefensas Unidas de Colombia, un grupo calificado como terrorista por la Unión europea y por los Estados Unidos, con importante participación en la cadena de abastecimiento de las drogas ilegales y  con una estela de destrucción y dolor que bien podría pasar a los anaqueles de los más terribles crímenes de guerra cometidos en la historia de la humanidad. A pesar de ello, estos poderosos ejércitos de cerca de 30 mil combatientes se desmovilizaron y, para facilitar este proceso, el gobierno gestionó ante el Congreso una ley de justicia transicional que tenía previsto aplicar penas alternativas, la reparación y la verdad. Hacia 2008 se dio por concluido el proceso de paz con los grupos paramilitares mientras en simultánea se buscaba la verdad y la reparación a las víctimas. No obstante, en 2013 solo el 2% de los excombatientes se había acogido a esta ley y había recibido algún tipo de condena en el marco de la justicia transicional. Según datos oficiales, en casi una década de existencia de la ley de justicia y paz solo se habían proferido 18 condenas contra 50 personas y los máximos cabecillas no habían pagado un solo día de prisión por delitos de lesa humanidad; en su lugar fueron extraditados a los Estados Unidos procesados por delitos de tráfico de drogas. No fue una paz perfecta, pero indudablemente es un escenario mucho mejor que tener a 30 mil hombres en armas, con poder financiero y una gran capacidad de desestabilizar al Estado de Derecho.

En unos minutos, las Farc iniciarán la segunda tregua unilateral en un semestre, tras una escalada de sus acciones terroristas que tenían como objetivo presionar a la opinión pública a exigir un cese bilateral al fuego antes de la firma del acuerdo definitivo. Nada de lo que han hecho las Farc puede ser considerado irracional sino que, por el contrario, debe ser entendido como actos racionales, con conocimiento de causa y unos intereses definidos como motivadores. De hecho, esta escalada, aunque recuerda a los años en que este grupo lograba grandes victorias militares, en nada se parece a las de otrora: en lugar de un alto número de víctimas mortales -aunque detestables y repudiables-, las Farc emprendieron acciones contra la infraestructura energética del país en zonas aisladas, contra la fuerza pública en zonas de difícil acceso como el extremo sur de la bota caucana y acciones de saboteo con altos costos ambientales y económicos. Hechos cometidos por células terroristas que, indudablemente, no son ni la sombra de esas operaciones terroristas con cuadrillas de cientos de guerrilleros como las que se tomaron Mitú o el cerro de Patascoy, entre otros tristemente célebres episodios de la guerra interna en Colombia. Sucesos que a pesar de ser aislados generan temor, efecto mediático y pone en apuros a un gobierno que se hizo prisionero de su intención de negociar el fin del conflicto armado. Al iniciar la tregua unilateral este 20 de julio, deberíamos esperar dar por terminado un episodio de sabotaje que ha polarizado al país y ha minado la confianza de los ciudadanos en el gobierno y las instituciones del Estado.

A las Farc sus gestos no le ayudan para generar confianza en que el proceso de La Habana tendrá éxito. Expertos en dilatar acuerdos, en desviar discusiones, en evadir responsabilidades y en desconocer la gravedad de sus hechos, es probable que esta tregua encuentre mayores resistencias entre sectores políticos y de las fuerzas armadas que en la que se dio entre diciembre y mayo de este año. No obstante, hay una realidad que no puede ser ocultada: durante los cinco meses de tregua, la intensidad del conflicto se redujo en un 80% y, contrario a lo que manifiestan algunos en el país, no hay evidencia de un rearme o de un fortalecimiento militar. A juzgar por los hechos ocurridos entre mayo y julio, parece que lo que hubo fue una campaña sistemática de sabotaje que no requiere grandes despliegues ni recursos militares. No obstante, en el marco de un proceso de paz aún resulta incomprensible para muchos que las partes se agredan, aún cuando los antecedentes dicen que la presión militar es una estrategia de negociación absolutamente racional. Pareciera que los arquitectos del procesos con las AUC olvidaron que el sometimiento y la rendición incondicional rara vez funcionan en conflictos irregulares como el nuestro y, evidentemente, el proceso con los paramilitares no fue una excepción. Se pregunta uno entonces: ¿por qué con las Farc debería ocurrir algo distinto?

No hay paz perfecta y, de hecho, lograrla jamás ha sido una tarea que esté libre de costos que muy pocos quieren asumir a pesar que los beneficios todos están dispuestos a disfrutarlos. Aunque el escepticismo es grande, el cese unilateral que inicia este 20 de julio puede ser una oportunidad histórica para que las Farc silencien los fusiles de forma definitiva. La paz perfecta jamás la veremos, pero con toda seguridad es mejor una paz imperfecta que la más perfecta de las guerras. Lo cierto es que si seguimos pensando en que el proceso en La Habana debe tener características de vendetta y no de un acuerdo, lo más probable es que no tendremos el fin del conflicto que anhelamos. En estos asuntos la capacidad de esperar un poco más marca la diferencia: cuatro meses más pueden valer la pena, luego de un siglo de confrontación con la guerrilla más antigua de América. Ojalá Santos y su contraparte en la mesa de negociación lo entiendan. Y usted, ciudadano, finalmente lo acepte.




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