La economía de la renovación política
La teoría de la elección pública es una novedosa -y algo cruda- visión de la política desde un enfoque económico. James Buchanan describió este desarrollo intelectual como la política sin la novela romántica, de allí su crudeza y simpleza. Uno de los grandes retos de las elecciones en Colombia es, entre tantos, el lograr hacer que los individuos voten y se preocupen por conocer a sus candidatos y que se interesen por los asuntos de las campañas. Quienes hemos participado en el ejercicio electoral somos conscientes que una proporción casi siempre minoritaria es la que suele responder con interés a un candidato que busca votos. Para el análisis que propongo hacer aquí, revisaremos el desempeño de los electores y elegidos en las pasadas elecciones regionales de Colombia.
El primer gran asunto nos lleva a uno de los grandes principios de la elección pública: los electores tenderán a estar poco informados de los candidatos, sus propuestas y de los asuntos de campaña en la medida en que los costos de acceder a esta información le resultan mayores -en tiempo, esfuerzo, dinero-; esto tiene lógica, por ejemplo, en las elecciones de concejos y asambleas, donde fácilmente puede haber 500 candidatos. El costo de conseguir la información y documentarse sobre la competencia electoral parece excesivo para un beneficio de votar que parece bajo: se puede pensar que uno de los móviles de los abstencionistas es creer que la probabilidad que el voto individual incida es lo suficientemente baja como para tener una motivación real para ir a votar. En pocas palabras: mi voto no va a cambiar las cosas, ¿para qué voto?
Y puede parecer cierto: las cifras han venido poco a poco demostrando que la votación para elegir alcalde, que generalmente son pocos candidatos, resulta superior a la votación de concejo, que tiene muchos más candidatos y donde el mecanismo de elección incluso es más complejo. En las pasadas elecciones en Cali, votaron por alcaldía casi cincuenta mil personas más que para concejo y los votos no marcados, nulos y en blanco sumaron 165 mil votos en esta última frente a los poco más de 65 mil de alcaldía. Esto sin duda tiene una explicación muy ligada al desconocimiento de los asuntos relacionados con la campaña al concejo, donde tantos candidatos, tantos partidos, tantas ideas suelen ser de difícil cómputo para el elector. Es mucho más fácil tomar partido por uno de ocho candidatos al primer cargo del municipio que tomar una decisión de uno de, al menos, 21 candidatos de la lista o de más de 200 de todas las listas agregadas. Aquí hay un tema de simplicidad en el acceso a la información relevante sobre los temas electorales y, si pensamos en el elector como un individuo que vota con el bolsillo, este va a hacer un esfuerzo relativamente pequeño para elegir un concejal y más bien asumirá rápido una posición sobre quién será su alcalde, es más fácil, más barato y hay más documentación. La realidad es que es muy probable que un ciudadano sepa el nombre de al menos un candidato a la alcaldía, pero no de un candidato al concejo. Idéntica situación ocurre con la gobernación y la asamblea departamental.
Las pasadas elecciones demostraron nuevamente una realidad: el sistema electoral colombiano privilegia los esfuerzos financieros sobre el ejercicio político ideal. Las circunscripciones territoriales son enormes y la representación política se diluye: ni los electores sabrán con exactitud quién los representa ni los elegidos sabrán con exactitud a quién representan. El nuevo Concejo de Cali tiene a 21 miembros que, en su mayoría, no llegaron en campaña probablemente ni al 50% de las comunas de la capital vallecaucana y, en la práctica, constituyeron distritos electorales con características de feudo. Es usual oír hablar que ciertos sectores de la ciudad pertenecen a algún candidato o político y eso mina los esfuerzos de la renovación. El núcleo del asunto viene a ser que, no obstante, estos políticos elegidos con una pequeña proporción de votos terminan representando a todos, aunque en la práctica esa totalidad de electores sea una masa indefinida que ni conoce al representante ni este a sus representados. Sin embargo, toda la ciudad es cubierta de publicidad y los costos de las campañas terminan siendo prohibitivos. Ya como muchos electores saben que las maquinarias terminarán poniendo a ciertos concejales, algunos se abstendrán de votar o votarán por hacerle un favor a un amigo y no tomarán una decisión racional, entre otras razones porque piensan que su voto es insignificante. Pasa lo mismo con la asamblea departamental, donde todos los candidatos van a los mismos 42 municipios, en teoría, pero solo trabajan una proporción. Hacerlo en todos es a veces financieramente imposible e innecesario (si me hago diputado en 13 municipios, ¿para qué visitar 42?).
¿Cuáles son las implicaciones de este fenómeno? Que se pierden los incentivos para elegir bien y que los elegidos no querrán acceder a rendir cuentas. En un contexto de campañas costosas, las grandes empresas electorales harán grandes esfuerzos financieros por tomar una parte de la torta, porque podrán canalizar muchos recursos en una proporción pequeña pero suficiente para ganar. Dado el tamaño de las circunscripciones territoriales, la ley les permite unos topes de gastos elevados aún cuando no van a distribuirlos en todo el espacio geográfico posible sino que podrán destinar todos los recursos en pequeños feudos. Pero el asunto va más allá: el actual sistema electoral impone altos costos de obtener y procesar información al elector, que no verá fácil tomar una decisión racional y en muchos casos preferirá abstenerse de tomarla. Un atentado contra los candidatos renovadores, quienes suelen tener más ideas que recursos. Y, por supuesto, todo un regalo para las maquinarias.
Por: Andrés Felipe Galindo, excandidato al Concejo de Cali
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