La reforma tributaria estructural
En Colombia es muy usual que la historia tenga una alta carga de fantasía. El realismo mágico al relatar los episodios de la historia nacional parece ser un muy buen homenaje a nuestro Nobel de Literatura, pero muy a menudo hace perder la noción de lo que realmente ocurre. En materia económica es cierto que el país atraviesa por una turbulencia fuerte: la dinámica internacional ha implicado una destorcida en los precios del petróleo, una devaluación dramática del peso colombiano y un saldo en la cuenta corriente por cuenta del enfriamiento de la demanda externa. Esto ha tenido implicaciones muy fuertes en los ingresos del gobierno y en el desempeño del crecimiento económico, que ha obligado a revisar a la baja las proyecciones de expansión del PIB. No estamos en una crisis pero, si no es bien manejada esta turbulencia, podríamos enfrentarla. Claro, para nuestro realismo mágico hoy enfrentamos la peor crisis económica y extrañamos los tiempos de ríos de leche y miel de la década pasada.
Sin embargo, ni estamos en crisis ni venimos de la gloria. Es necesario analizar con un lente de prudencia los sucesos para entender que aquello que hoy ocurre en la economía colombiana es la acumulación de decisiones de los últimos veinte años: a pesar que la disparada de la Inversión Extranjera Directa se da en la década pasada, la evidencia demuestra que la tendencia creciente de estos flujos viene desde la apertura misma, al inicio de la década de 1990. Hasta 1999, la inversión se concentraba en la industria manufacturera, servicios públicos y transporte y telecomunicaciones; no obstante, es a partir de la primera década del nuevo siglo donde el petróleo acapara buena parte de los capitales extranjeros, en un contexto de elevados precios del petróleo -en gran medida producto de tensiones geopolíticas en el nivel internacional-. Las altas rentabilidades de la industria petrolera convierten a este sector de la economía en la gran locomotora de la actividad productiva nacional. Es el petróleo el elemento que marca ese periodo de bonanza en un país que poco a poco recuperaba su estabilidad y brindaba muchas más condiciones de seguridad para los inversionistas. Sin embargo, ¿qué pasó después?, en economía todo lo que sube alguna vez, tendrá que bajar también. Lo peor de la crisis pasó pero la recuperación de la economía mundial fue más lenta de lo pensado, la OPEP inició una guerra de precios con sus rivales y el barril perdió casi cinco veces su valor. Y vía precios bajos del crudo cayeron las exportaciones, la inversión extranjera y los ingresos del gobierno. La abierta exposición de los últimos tres gobiernos a la volatilidad de los mercados internacionales de materias primas finalmente nos ha pasado la cuenta de cobro. Esto alteró la senda del crecimiento económico que, particularmente en los últimos años, se estaba acercando al crecimiento potencial de la economía colombiana, próximo al 5%. Entonces los ingresos del gobierno se reducen y surge el afán de buscarlos por otras fuentes. Y apareció la necesidad de, al fin, hablar de la reforma estructural al sistema de impuestos de Colombia.
Hasta la fecha ningún gobierno ha asumido el reto de emprender una reforma tributaria estructural, que corrija el carácter regresivo de los impuestos en Colombia, reduzca la evasión y amplíe los ingresos fiscales. Los últimos quince años mostraron dos importantes momentos económicos donde pudo haberse hablado del tema: entre 2005 y 2007 y entre 2011 y 2013, donde la economía mostró crecimientos interesantes. Si bien la receta ortodoxa propone que los impuestos frenan el dinamismo de la producción, es mucho más fácil hablar de aumentos de tarifas cuando las cosas marchan bien que cuando hay tanta incertidumbre y adversidades como hoy. Durante la década pasada se incrementó del 8% al 16% el IVA en buena parte de los bienes y servicios, así como se crearon tributos como el impuesto al patrimonio, sumadas a las exenciones a los grandes capitales para favorecer la inversión y, en general, todos estos ajustes tributarios se hicieron en momentos en que la economía colombiana no experimentaba las turbulencias de finales de la década pasada y las de hoy. Sin embargo se conservó un esquema de impuestos complejo, costoso y que posibilita la pérdida de recursos valiosos para las arcas del Estado. Los planteamientos para una reforma tributaria estructural en las condiciones actuales, si bien muchos de ellos son sensatos y necesarios, no son oportunos dada la situación de des-aceleración económica.
El país experimenta una turbulencia: el poder de compra de los ingresos se pierde por cuenta de la inflación, los salarios mantienen la tendencia de crecimiento ligeramente por encima de las variaciones de los índices de precios -en la década pasada el salario mínimo creció en promedio 7%, similar al crecimiento para 2016-, mientras los precios del petróleo se acercan peligrosamente a los 30 dólares el barril. La gran dependencia del país a la dinámica minera y al comportamiento de sus productos en los mercados hoy tiene a Colombia en un momento muy complicado, que se suma a la incertidumbre que agobia a los consumidores, la incapacidad del gobierno de brindar confianza y factores exógenos como los climáticos. A esto se le suma la ya probada capacidad de la oposición de derecha de convertirse en jueza de la acción de un gobierno que, en esencia, comete los mismos errores de ellos cuando gobernaron. La reforma tributaria estructural es una necesidad de hace décadas que, por falta de voluntad política, no había sido asumida. Y cuando por fin un presidente asume el riesgo de promoverla, la piensa para el peor momento posible.
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