Mi respaldo al proceso de La Habana



Comparto el sentimiento de rabia y dolor que embarga a los colombianos cuando piensan en todas y cada una de las ofensas que hemos recibido por quienes han tomado la vía de las armas para imponer sus ideas. Comparto la indignación por las muertes, secuestros y los crímenes cometidos en el nombre de la justicia social. Soy de aquellos que cree que un fin justo deja de serlo cuando se usan medios injustos para alcanzarlo. Vengo de una familia que ha conocido el secuestro, la extorsión y los mecanismos de intimidación en el marco de esta guerra; nací en los años de la guerra de los carteles del narcotráfico contra el Estado, vi cómo mi país sucumbía ante aquellos que a sangre y fuego se apropiaban de los espacios que dejaban gobiernos débiles y sin visión. Soy hijo de una generación que, como las anteriores, no ha dejado de ver un solo día la barbarie y el odio entre semejantes. Tengo motivos para odiar, tengo suficientes argumentos para pedir castigo ante tantas atrocidades, no solo porque mis compatriotas han sufrido sino porque la misma violencia tocó las puertas de mi familia. Y sin embargo, con el riesgo de ser insultado por quienes no piensan como yo, he decidido brindar mi apoyo al proceso de negociación con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. 

He dedicado estos últimos años a entender el origen de los conflictos. Lejos de lo que creemos, las guerras son expresiones de la racionalidad humana, a menudo cruel: alzar las armas entre pueblos y semejantes es el camino que muchos elegimos para defender nuestros intereses, generalmente en conflicto con los de otros. A lo largo de la Historia de Colombia hemos sido testigos de una guerra tras otra; es difícil encontrar en nuestros anales un momento en que la paz y la concordia hayan primado. Y como elemento transversal a todos los conflictos siempre hemos tenido las profundas desigualdades en el acceso a la representación política; al disfrute pleno de los derechos sociales, civiles, políticos y económicos; a la tierra y al conocimiento. Nací cuando el Muro de Berlín estaba próximo a caer, cuando el mundo polarizado llegaba a su fin, pero he tenido que crecer y vivir con los efectos y tensiones que aún nos quedan de ese pasado sombrío. Si en aquel momento el gobierno sordo de Guillermo León Valencia hubiera enviado una misión técnica junto a los militares a Marquetalia para atender los pedidos de los campesinos insurrectos y no aviones cargados de bombas de napalm, probablemente las cosas hoy sería diferentes. Las FARC, con todos sus horrores, cinismo e ideologías retrógradas, no son una expresión distinta de una Colombia sustentada en un Estado históricamente débil, capturado por unas élites urbanas que profundizaron las desigualdades y pactaron una repartición nefasta de la participación política y del poder. No, no fuimos castigados por la Providencia ni nos fue inoculado el terror por parte de unos tipos cargados de odio contra el establecimiento: la guerra, la violencia y el crimen en Colombia son expresiones de una sociedad que se concibió en la injustica, en la inequidad y que ha aprendido a coexistir con todo aquello que la flagela.

He decidido brindar todo mi respaldo al proceso de negociación de La Habana sin ser parte del gobierno, sin tener ningún tipo de interés económico y sin pertenecer a un partido político de la Unidad Nacional. Pero creo que no quiero más confrontación, me cansé de elegir gobiernos que agitan las banderas de las milicias pero que han fracasado en la construcción de un desarrollo humano integral y sostenible, luego de más de cincuenta años disparando el resultado es más o menos violencia, pero nunca hemos llegado al final de esta. Sí, hemos hecho esfuerzos infructuosos por alcanzar a través del diálogo el final del conflicto armado en el pasado, sin embargo ganamos más volviendo a intentar el entendimiento que volviendo a hacer sonar los fusiles. La guerra nos empobrece, destruye capital humano, físico y retrasa el desarrollo de las regiones, ¿por qué pensar que la negociación tendría resultados peores? Nadie puede afirmar que el camino de la confrontación sería más corto o más beneficioso, ni que con tantos casos represados en las cortes tendremos a un batallón de jueces implacables mandando a los que hoy llamamos enemigos a nuestras ya atestadas cárceles, donde la rehabilitación y el sentido de la justicia penal se ha perdido. No podríamos afirmar que la confrontación nos devolverá la seguridad, la calma y la tranquilidad, basada en soldados patrullando y no en ciudadanos conviviendo. Tampoco podríamos afirmar que llegar a un acuerdo con las FARC en La Habana nos traerá automáticamente una paz estable y duradera, pero sí podríamos afirmar que no llegar a un acuerdo nos alejará inexorablemente de ella. Tampoco creo que un acuerdo con esta agrupación pueda empeorar un modelo de sociedad basado en la inequidad y la injusticia. 

He decidido darle una oportunidad al diálogo y al entendimiento entre semejantes. Creo que este proceso de negociación más que la bandera de un gobierno es la oportunidad que tenemos los colombianos de darle fin a los odios y quitar del camino a un elemento que nos ha dividido, polarizado y hecho sentir los peores sentimientos que pueda albergar ser humano alguno. No niego que en algún momento las armas del Estado deban tomarse para defenderlo y rechazo que nuestras fuerzas armadas se replieguen allende de lo necesario. Pero me opongo a permitir que la oportunidad de sellar el final de la confrontación armada pase frente a nosotros por la mezquindad política de los opositores y el oportunismo de quienes lo defienden desde los partidos políticos. Tenemos dos opciones: la opción  de la guerra, popular y que, a priori, parece la más rápida. Pero no olvidemos que luego de ganar o perder la guerra, habrá que construir la paz desde los despojos de nuestros muertos, desde las almas destruidas de nuestras viudas y madres, desde el dolor de los padres que entierran a sus hijos y desde la devastación de los huérfanos. Volver a la confrontación nos devolvería a los años negros del terror y del Estado capturado por el militarismo, cuando necesitamos rescatar es el valor del ciudadano, por el cual y para el cual existen las leyes y la Constitución. Frente a tal perspectiva, nos queda la opción de hacer un esfuerzo por entendernos y entender que como sociedad debemos pagar por los errores de haber convivido con la injusticia y la inequidad. Y seguro por esto me llamarán mamerto. Prefiero el peso de las ofensas y no el dolor de las balas.


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