Las FARC después de la guerra




Siempre será rentable construir enemigos. Uno de los grandes éxitos políticos en Colombia ha sido la construcción y arraigo de la idea según la cual las FARC son el origen de todos nuestros males, conflictos y tensiones, llegando incluso a centrar la agenda política y electoral en torno a esta agrupación y descuidando el contexto general de la sociedad colombiana, mucho más antiguo -y nocivo- que la misma agrupación. En 2002 el país sucumbía ante esta organización, que mal contados debería tener unos 25 mil hombres en sus filas sumados a un número similar de redes de apoyo y milicias urbanas, suficientes para imponer control territorial en regiones apartadas del país. No obstante, casi tres lustros después, la realidad es distinta y, sin embargo, pareciera que el discurso y la retórica de las principales fuerzas políticas del país se quedaron anclados en aquellos aciagos tiempos. La cuestión entonces, en el fondo, radica en dilucidar mejor la magnitud real del asunto y corroborar o desdibujar el argumento según el cual las FARC hoy tienen una capacidad de tomarse al país y hacer sucumbir al Estado colombiano. En otras palabras, ¿qué tan real es el peligro que representa ese enemigo común? ¿dónde termina la verdad y dónde empieza el mito?

Hay que partir de una realidad: tanto el gobierno actual como la oposición han constituido a las FARC en su gran bandera. Ambos postulan la importancia de llegar a su fin, pero discrepan en los métodos. El gobierno presenta un proceso de negociación como la salida más sensata, mientras sectores extremistas de la oposición siguen expresando su preferencia por la resolución no pacífica del conflicto. Ambos han logrado dividir al país en torno a dos ideas, naturalmente antagónicas; no obstante coinciden en algo: pretenden demostrar a los colombianos que las FARC representan la mayor amenaza contra las instituciones del país. Evidentemente, al país le irá mejor desarticulando una máquina de guerra de 7 mil hombres más sus redes de apoyo: con ello se desmantelarían las economías subterráneas de las cuales se lucra esta organización y se podría enfocar la política de seguridad y defensa a asuntos más estratégicos en los cuales Colombia presenta grandes rezagos. Pero es exagerado asumir que las FARC constituyen hoy una amenaza similar a la del Estado Islámico o que por un acuerdo de paz con ellas la realidad colombiana será distinta automáticamente. Veamos por qué digo esto:

Las FARC hoy cuentan con una tercera parte de los hombres en armas que tenía a principios de la pasada década. La estrategia militar del Estado no solo cortó canales de comunicación y decapitó sus estructuras sino que infligió unas severas transformaciones en la fisonomía del conflicto. Mientras en 1998 esta guerrilla lograba tomarse una capital departamental -Mitú-, con cerca de 1500 hombres, en 2015 sus columnas se conforman en promedio con 25 hombres que han huido a la confrontación y han optado por ataques selectivos y de baja intensidad. En la comparación que hacen con Estado Islámico no se considera que este domina buena parte de Siria e Irak y sustituyeron las leyes nacionales de cada país por sus propias reglas de juego -además que para la mayoría de sus objetivos, este grupo es una amenaza externa-, mientras las FARC imponen reglas en ciertas regiones de Colombia de modo clandestino y sin incidencia política alguna, en la medida en que no han logrado proscribir el orden constitucional. Debe tenerse en cuenta que su tamaño y estructura militar hoy día les impide realizar semejante labor, más allá de cometer actos que a menudo tienen más impacto mediático que real.

Las FARC indudablemente se benefician de economías ilegales, sin embargo, tras quince años del cambio de estrategia militar del Estado colombiano, son dueñas cada vez minoritarias de la mayoría de los delitos cometidos en Colombia. En materia de secuestros, las FARC aparecen con el 33% de estos crímenes en los últimos treinta años, no obstante desde 2008 la tendencia ha cambiado y demuestra que el 77% de las retenciones ilegales son hechas por delincuencia común y que incluso el ELN tiene mayor participación hoy que las FARC. De hecho en 2015 el secuestro tuvo la mayor reducción desde 2009. Téngase en cuenta que en 2002 se cometieron 3572 secuestros, frente a los 288 de 2014. Y de estos últimos, las FARC fueron autores de 28. Similar situación ocurre con las extorsiones. En materia de homicidios, se registra en 2015 el menor número de homicidios de las últimas tres décadas y se encuentra que de cada 100 muertes violentas en Colombia, ocho corresponden a móviles relacionados con el conflicto armado. ¿A qué apunta esto? A que la mayor amenaza contra la seguridad nacional no lo constituyen los actores del conflicto armado sino la delincuencia común que azota las ciudades colombianas.

Indudablemente: el éxito de ciertos grupos políticos radicales ha sido convencer a un número grande de la población que el enemigo son las FARC y que si no lo derrotamos se van a quedar con el país. La verdad es que si no lo lograron a principios de este siglo, menos ahora. Sin embargo el discurso extremista que hoy agitan sigue, convenientemente, plantado en 2002 y a pesar que todas las evidencias dejan sin sustento sus afirmaciones, encarnar al enemigo de una sociedad en unos tipos que han perdido toda su relevancia militar y política ha sido un éxito electoral: que lo digan los 19 senadores que lograron ser electos siendo unos totales desconocidos y sin mucho brillo o las estrellas de redes sociales que si no fueran por ese discurso de miedo y de lucha contra un enemigo común difícilmente tendrían capacidad de hablar de otros temas. Por el lado de la negociación es claro que los efectos psicológicos y políticos de firmar un acuerdo traerán importantes dividendos -insisto, desmovilizar a siete mil personas armadas es un buen negocio así estén aisladas y atomizadas-, sin embargo las ganancias de terminar el conflicto se verán maximizadas si el Estado corrige sus fallas históricas y estructurales. Pero debe quedar claro: el futuro de Colombia no está en manos de unos guerrilleros que hace rato perdieron el norte de su lucha. Y por ahí derecho, perdieron hace rato la guerra. Será de usted, amable lector, si sigue eligiendo políticos malos que prometen ganar una guerra que ya ganamos.

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