Pesimismo y miedo



Los colombianos pasan por un periodo de pesimismo sin antecedentes en los últimos cinco años. Los efectos del entorno económico adverso a nivel internacional se han empezado a notar en la economía colombiana; la presión política sobre el proceso de negociación de La Habana empieza a ser mayor -hay ansiedad mezclada con el escepticismo conveniente de sus opositores-; la variabilidad climática nos dejó ver lo vulnerables que siempre habíamos sido y otras problemas que han ido poco a poco tomado protagonismo ante la opinión pública ha supuesto un cóctel depresivo que hoy tiene convencidos a casi ocho de cada diez colombianos que las cosas van peor que nunca. Evidentemente hay problemas, sin embargo lo que está ocurriendo hoy no es que hayan aparecido en manada y sin piedad sino que se hicieron visibles. Si lo quieren ver de esta manera, es como que la marea bajó lo suficiente para dejar al descubierto eso que normalmente no vimos pero que, por supuesto, no significa que no existiera desde antes. La mayoría de los problemas que hoy padecemos son estructurales, no coyunturales y responden a una sucesión amplia de gobiernos e instituciones que no han sido efectivos en resolverlos. Claro, Santos no ha sido capaz tampoco de hacerlo y eso hay que decirlo sin lugar a dudas; sin embargo, la brecha entre la percepción y la realidad suele ser amplia y la verdad es que el país no va hacia la debacle que los profetas del desastre proclaman (parece que ellos no están empeñados en predecir la catástrofe sino en provocarla con el miedo que infunden). 

Como se ha tratado de explicar en otras ocasiones, la turbulencia económica que hoy padecemos tiene como origen el diseño de un modelo de crecimiento de corto plazo basado en la extracción de recursos naturales y en la volatilidad de sus precios en el mercado internacional. Desde luego, cuando los precios están en lo alto de la distribución vamos bien, pero cuando no lo están -como hoy-, enfrentamos problemas. Por supuesto, ni el gobierno actual ni el gobierno anterior previeron estos efectos ni aplicaron mecanismos de suavización intertemporal -ahorrar hoy para gastar cuando no haya-, o promover inversión privada de forma más agresiva en otros sectores menos golpeados por el enfriamiento de la demanda internacional. Lo cierto es que Colombia no saldría inmune de la crisis porque, prácticamente, todos sus socios comerciales experimentan fuertes frenazos en el crecimiento de sus economías. Por supuesto, este razonamiento no lo harán los miembros de la oposición y, sorprendentemente, tampoco ha sido capaz de explicarlo el gobierno. Claro, tanto oposición como gobierno tienen el peso de haber promovido un modelo de crecimiento y desarrollo que hoy muestra las fisuras que nadie quiso ver. 

En otros frentes, hay resultados similares: estamos en un histórico mínimo de homicidios en el territorio nacional, sin embargo este gobierno no fue capaz de detener la tendencia ascendente de los delitos contra el patrimonio -hurto, extorsión-, tendencia que viene desde 2008. En materia de conflicto armado, también estamos frente a la menor actividad armada de parte de las FARC ¡desde 1964!, sin embargo la oposición ha hecho que, ante la debilidad del gobierno para demostrarlo y comunicarlo, hoy la gente crea que las FARC están más listos que nunca para adueñarse de la maltrecha Colombia. Y es que el poder mediático de la oposición ha hecho palidecer a un gobierno que, si bien es torpe y lento, tiene las credenciales necesarias para ser mejor evaluado por la opinión pública. Lo más paradójico es que la oposición está liderada por quien durante ocho años representó lo mismo que el actual presidente pero que hoy posa como un paladín de la renovación política. Parece que Santos está expiando los pecados de Uribe, porque ahora la gente ha cargado su ira sobre el primero y ha olvidado que, muchos de sus pecados, son herencia del segundo. 

Estamos frente a una peligrosa espiral de fanatismo político que no ve, no oye, no lee, no quiere entender. Para Alexis de Tocqueville, en los albores del siglo XIX, la moderación en las causas políticas debería ser la gran regla. No obstante, esta regla de oro establecida por este pensador francés ha sido violentada una y otra vez en la medida en que las encendidas pasiones políticas en nuestro país lo han sumergido  en un estado de pesimismo peligroso, incluso para la comprensión adecuada de nuestro contexto. El fanatismo político de algunos lleva a magnificar los problemas, manipular las percepciones, restar mérito a los avances y tienen un mórbido deseo que a sus adversarios políticos les vaya mal, incluso si el costo lo asumiera la sociedad misma. Los fanáticos aspiran a vencer, a derrotar, a enarbolar una victoria que tienen fácil: en el monacal silencio del análisis juicioso de los moderados, el grito ensordecedor de la paranoia distrae. Para el momento histórico de nuestro país no invito a unir esfuerzos en torno a un gobierno que, además, en dos años estará entregando sus banderas. Más bien, invito a unir esfuerzos para combatir el pesimismo: el país va mejor de lo que aquellos fanatizados proclaman -con cálculo político- y peor de lo que sostiene un gobierno que no es catastrófico pero que se ha quedado corto frente a las aspiraciones ciudadanas. Paradójicamente nos quieren convencer que en cinco años pasamos de ser la Suiza sudamericana a ser una especie de Congo latino. Y les recuerdo, amables lectores, que por la salud de Colombia ni el pesimismo ni la mentira nos guiarán al puerto que deseamos. 

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