Certezas (e incertezas) del proceso de paz



El proceso de negociación de La Habana recorre sus últimos pasos. A lo largo de este proceso, plagado de polémicas, impaciencias y dificultades, sin duda alguna han ocurrido cosas menos mediáticas pero que ya por sí solas justifican la negociación: en los tres años del proceso los actos terroristas se han reducido en un 90% y se ha disminudo a una sexta parte el número de muertes violentas atribuidas a la acción violenta de las FARC. Resulta paradójico que a pesar que las pérdidas materiales y de vidas humanas han llegado a sus mínimos históricos, la retórica de algunos sectores se ha tornado más agresiva. Sin embargo, es claro que sobre la sociedad colombiana todavía se cierne la amenaza constituida por el hecho de tener una máquina de guerra de seis mil hombres alzados en armas que no se ha desactivado ni desmontado, simplemente silenciado temporalmente. De modo que la firma de los acuerdos, su refrendación e implementación plantean una serie de escenarios ciertos pero también otros con un alto grado de incertidumbre.

Dentro de lo cierto, sin duda alguna desmontar definitivamente unas estructuras de guerra bien entrenadas en el combate y en el saboteo constituye una ganancia para el país. Esto simplemente es una garantía de evitar un menor número de muertes futuras, de desplazamientos forzados y de menos destrucción de capital físico -esto no quiere decir que las muertes violentas y fenómenos asociados a la violencia desaparezcan-. La firma de los acuerdos de La Habana tendrán un resultado en el corto plazo y es una reducción de las amenazas contra el patrimonio económico y la integridad de los ciudadanos. Por supuesto, la amenaza no desaparece completamente porque no podemos descartar que reductos de las FARC permanezcan alzados en armas y porque hay otros actores armados que representan amenazas reales. Pero insisto: en tres años de proceso, según el CERAC, se han dejado de perder 1500 vidas. Eso es, sin lugar a dudas, una certeza del proceso de paz. En el terreno de lo cierto también está el hecho la violencia no se verá reducida lo suficiente como para pensar que viviremos en total paz. En Colombia aún se cometen más de 13 mil homicidios al año y la extorsión, el microtráfico y delitos como el hurto persisten en buena parte del territorio nacional. Contrario a lo que algunos sectores políticos dicen -con alguna conveniencia-, estos fenómenos obedecen principalmente a bandas delincuenciales. Prueba de ello es que solo 10 de cada 100 asesinatos en Colombia se pueden imputar al conflicto que protagonizan las FARC, el ELN y el Estado colombiano. 

En el terreno de lo plausible están los llamados dividendos de la paz, por cuanto el efecto psicológico de los acuerdos logrados en La Habana pueden tener impactos positivos en la producción, en la inversión y en la conducta de los empresarios y consumidores. No obstante, paradójicamente esto nos lleva a una gran incerteza: no es posible establecer la magnitud de tales dividendos ni su persistencia en el tiempo. De hecho, los resultados económicos de los acuerdos de La Habana dependerán de reformas y políticas en un escenario post-acuerdo, por lo que podemos pensar que los resultados de la negociación constituyen una oportunidad por explorar antes que una realidad que por inercia va a llegar. En aras de mantener la moderación y la mesura, todo aquello que resulte de los acuerdos no es una varita mágica que cambiará nuestra realidad sino una palanca que puede impulsar las transformaciones necesarias de la sociedad colombiana. 

Por último, viene la discusión de la justicia. Muchos sostienen que sin justicia es casi que una certeza que la semilla de nuevas violencias quedará sembrada. Al respecto hay reservas: no hay evidencia robusta que sugiera un comportamiento en procesos de paz donde a mayor dosis de justicia exista una menor propensión a una nueva violencia. La experiencia con el M-19 indica que este grupo recibió importantes beneficios jurídicos y no reincidió; en contraste, el intento de justicia transicional durante el proceso con las AUC se hizo  mientras resurgían estructuras derivadas del paramilitarismo. Podría uno suponer que el determinante fundamental del éxito de un proceso de paz está en las concesiones que permitan la reconciliación y no tanto los castigos impuestos. Guardando las proporciones, el Tratado de Versalles -que puso fin a la primera guerra mundial- se convirtió en el origen de la nueva guerra que estalló en 1939, producto de las heridas que dejó en los derrotados las inmensas cargas que como castigo impusieron los vencedores. La realidad con las FARC nos dice que cada vez que se les imponían condiciones que se asemejaban a una exigencia de capitulación, ellas se radicalizaban y mantenían su lucha. De hecho, han luchado por sesenta años. Con total certeza, no tendrían problema en luchar otros 20 o 30 años más.

Con la negociación de La Habana por supuesto que no se puede esperar unanimidad. Las FARC han sabido dejar heridas profundas en la sociedad colombiana y con su discurso retardatario han sabido polarizar y generar toda clase de sentimientos. No obstante, no podemos perder de vista que estamos frente a una encrucijada: negociar un acuerdo que sacrifique los deseos de justicia de una nación herida o renunciar a él y esperar una radicalización y escalamiento de la confrontación con la mayor agrupación armada ilegal del país. Las FARC han esperado cinco décadas y si el ofrecimiento de la sociedad colombiana es cárcel y un completo silenciamiento de sus ideas, podrán seguir esperando otras dos o tres décadas. Y eso no solo se contará en años, también en muertos y víctimas. La paz con ese grupo ofrece muchas incertezas, pero las pocas certezas que tenemos me hacen pensar que el acuerdo en La Habana merece todo mi respaldo.


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