El encanto populista




Cuando la gente piensa en populismo suele asociarlo con regímenes de izquierda, asistencialistas y con agendas basadas en discursos cautivadores de masas. En los últimos años, con el auge de los gobiernos progresistas en América Latina ha sido muy usual que el término populismo haya sido sobre-explotado para referirse a Chávez, Kirchner, Correa, Ortega y Evo, entre otros. Y es que uno de los rasgos esenciales del populismo es el hecho de extender los límites del Estado, usar un discurso de profunda identificación con las causas más nobles de la sociedad y proclamar el fracaso de los esfuerzos de la clase política dominante para justamente abanderarlas. Bajo ese discurso ascendió Hugo Chávez, Rafael Correa, Daniel Ortega, los Kirchner y Evo Morales, por citar los casos más representativos. Y, por supuesto, en Colombia no hemos escapado de esa marea de políticos populares. En estas últimas semanas de tanta agitación, con el tema del plebiscito y la reforma tributaria, han surgido voces que se ajustan con precisión a la definición de populismo:  la extrema derecha.

Albert Hirschman, uno de los teóricos del desarrollo más connotados del siglo XX, acuñó dos de los conceptos claves para entender el populismo como fenómeno y su retórica: la llamada tesis del riesgo y la fracasomanía. La primera arguye que el costo de un cambio o reforma es tan alto que pone en riesgo alguna conquista o logro social alcanzado -se pone en riesgo-; esta tesis se hermana con gran facilidad con la tesis de la perversidad, que simplemente supone que cualquier esfuerzo por mejorar un aspecto de la sociedad deliberadamente conducirá a empeorarlo. El segundo concepto, la fracasomanía, es un ejercicio muy común y es el que sencillamente denuncia el fracaso inminente de cualquier reforma o estrategia, lo que muy generalmente conlleva al fracaso de estas desde su etapa más primaria. Si durante muchos años fue la izquierda la que incluyó en sus discursos estas características en su plataforma de oposición a los sucesivos gobiernos de derecha, hoy el mayor exponente de estos tres rasgos lo constituye la extrema derecha, parte del establecimiento, paradójicamente hoy oposición a un gobierno de centro-derecha.

La extrema derecha colombiana ha sabido advertir desde el inicio -y construir con ello un programa político exitoso- de los riesgos y fracasos de programas claves del Gobierno: particularmente el proceso de paz y ahora, parece, con la reforma tributaria presentada al Congreso. El populismo representado por el Centro Democrático está manifestado en su capacidad reaccionaria, muy sensible de ser aceptada en una sociedad anquilosada que ha comprado ese discurso anti-establecimiento de forma fácil. Desde la tesis de la perversidad -el gobierno deliberadamente empeora la situación de los colombianos al clavarles más impuestos, según sus argumentos-, pasando por la tesis del riesgo -el proceso con las FARC pone en riesgo la confianza inversionista- y pasando por la fracasomanía - "Santos renuncie"-, el discurso de la extrema derecha ha logrado con esos tres elementos y otros más entender, interpretar y construir un relato ajustable a las angustias, temores, rabias y desinformación del ciudadano promedio colombiano. En esencia, fue así como inició el chavismo en Venezuela y se regó en varios países latinoamericanos: denunciando el fracaso del establecimiento y declarando con vehemencia que los gobiernos liberales de la década de 1990 estaban conduciendo a los pueblos a la hecatombe (¿les suena?). Por supuesto, lo paradójico es que en Colombia ese mensaje lo promueve un sector político que gobernó durante ocho años, que hizo parte de los partidos tradicionales y que, en esencia, impulsó una agenda similar a la del Gobierno al que ahora se opone.

Una de las características del discurso populista es que dice lo que la gente quiere oír, pero se ajusta a las condiciones. Normalmente la senda que recorre el populismo es el de los elementos más deseables por parte de la sociedad, pero no necesariamente los más convenientes. De hecho, normalmente el discurso populista termina apelando a los deseos y sentimientos del electorado, pero suelen ignorar los elementos de factibilidad que hacen viable o no un programa, una política o una propuesta -particularmente cuando gobierna-. Por ejemplo, Uribe en sus sucesivas reformas tributarias cabalgó sobre la cómoda realidad de los precios crecientes del petróleo, lo que permitió reducir las cargas impositivas a las empresas y ampliar la base de bienes gravados con IVA conservando diferentes tarifas; a pesar que muchos sectores advirtieron de su inconveniencia, sus reformas siguieron adelante con gran fervor popular. 

Por supuesto, con el crecimiento acelerado de las transferencias monetarias directas -Familias en Acción-, sumado al diseño de un gobierno microgerencial, la gente hizo popular a un presidente basado en elementos muy propios del populismo. Y ahora en la oposición, Uribe y su partido mantienen muy bien actualizada su agenda populista, al oponerse con firmeza -y muchas veces sin el debido sustento- a programas del gobierno Santos, pero sin perder el elemento que supieron manejar bien cuando gobernaron: los sentimientos de los electores, que no requieren ser informados sino manipulados conforme la conveniencia lo exija. Uribe sabe bien que, según el caso, una reforma tributaria se hace con cariño para los compatriotas -cuando él la hace- o es una amenaza contra la clase media empobrecida .-cuando la hace su enemigo político-. Y ese discurso ha garantizado su vigencia. Uribe es todo un exponente del encanto populista, al mejor estilo Chávez.



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