El desafío de pensar
A raíz de las protestas en el Cauca, de la agitación que se vive en el país, de la postración política en la que estamos desde hace años, de repente sentí la necesidad de ver con claridad en qué creo. No es fácil, en un país donde la exaltación y las pasiones nos suprimen a menudo la capacidad de reflexionar. En un país como Colombia, pensar se volvió un desafío. Y no porque no tengamos capacidad para hacerlo, sino porque nos hemos entregado a la pugna persistente, vivimos pasando la cuenta de cobro, buscando culpables, enemigos, responsables. No ha sido excepcional el tema de la Minga indígena. Y vuelvo y me lo planteo, ¿en qué creo?
Creo que la Minga tiene razón de ser. Creo que el camino elegido por los indígenas es el equivocado. Creo en la no violencia como el único camino razonable; las vías de hecho son, por definición, grandes supresoras de derechos fundamentales. El Cauca y Nariño padecen hoy la omisión de los derechos a la libre movilidad, los derechos de los consumidores, de los productores. La preciada libertad se diluye en un camino equivocado que eligieron los indígenas, víctimas históricas de un Estado para el cual la inclusión rara vez ha sido su bandera. Pero también creo que el Gobierno de Iván Duque y el partido de gobierno constituyen el peor interlocutor posible: mientras el presidente dice que quiere dialogar pero sin la presión de las vías de hecho, figuras prominentes de su partido no ahorran esfuerzos en difamar, promover información falsa y agredir verbalmente. Difícil creerle a un gobierno pusilánime que tenga voluntad de un acuerdo cuando admite la violencia verbal en sus propias filas. Para mí resulta difícil de asimilar que el sur del país esté bloqueado por unos grupos de interés y que desde el partido de gobierno, extremista por esencia, comulgue con la violencia verbal para desestimar a quienes deberían ser ya, en un ejercicio de responsabilidad con el país, sus interlocutores. En ambos casos, estoy en desacuerdo.
Me resisto a la criminalización de la Minga. Es común ver en las redes sociales a esos novicios de falsas esperanzas, a esos que viven con la cólera y que expelen una moral de dudosa categoría, compartir información falsa sobre los líderes de la manifestación indígena. Sin pudor les llaman "terroristas" y "guerrilleros", proclaman la unidad nacional no para buscar consensos y salidas sino para resistir a la embestida de un complot al mejor estilo de los Bolcheviques. Por eso no puedo sentirme identificado con el partido de gobierno y con su líder máximo, que nos devolvió a un debate propio de los años oscuros de la violencia entre liberales y conservadores, cuando desde un púlpito se mandaba al infierno a los liberales y sus vejámenes en contra de los principios y valores de la autodenominada gente de bien. Hoy no son púlpitos, son tribunas gratuitas de opinión que se comparten en segundos y se convierten en una verdad revelada. Pensar se vuelve un desafío en estos momentos.
Pero me resisto a aceptar que los cientos de miles de habitantes del Cauca y Nariño deben seguir padeciendo las vías de hecho de los indígenas. Una injusticia no se combate con injusticias. El país ha padecido durante años los golpes de la violencia, de las reivindicaciones que estallan y anulan toda posibilidad de entendimiento. Me conmueve ver al sur del país incendiado por las brechas históricas que no se cierran, pero me indigna ver cómo desde el país acomodado, desde el país más próspero no se ahorran epítetos para censurar esas reivindicaciones. Creo en el libre mercado como creo que el Estado puede y debe prestar servicios que de otro modo no llegarían a los más pobres. Estoy convencido que la equidad, que la igualdad de derechos, que una sociedad más buena, más justa, más próspera es un elemento esencial para mantener la paz. Es necesario que la economía del Cauca y Nariño vuelva a moverse, es claro que los ciudadanos de esos departamentos no pueden pagar los costos del choque entre las partes.
Pero, sobre todo, es necesario que el Estado colombiano llegue por fin al Cauca y a Nariño. Construya vías, ferrocarriles, permita que los indígenas accedan a tierras productivas -y no sólo a reservas ambientales-, que se garantice que un niño indígena o un afro tenga más y mejores oportunidades y que cese la hostilidad entre las partes. Hoy lo que reclama el sur de Colombia es un nuevo contrato social, donde ganemos todos. El desafío de pensar esta nueva realidad implica salir de la insoportable levedad del partido de gobierno y de la injusta vía de hecho de los líderes de la Minga.
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