Cali, la ciudad que quiso dejar de ser normal




En 1971, Cali inauguraba un nuevo aeropuerto, nuevas vías, una ciudad deportiva y otra universitaria, abrió hoteles como el célebre Intercontinental y en el siguiente lustro se dotó de una central de transporte carretero -el ferrocarril, que permitió que Cali pasara a ser un pueblo pequeño a una capital regional, venía en franco declive-. En ese aspecto bien vale la pena precisar un dato: antes del Ferrocarril del Pacífico, la población de la capital del Valle no llegaba a treinta mil habitantes; a mediados de siglo la población se había multiplicado por 10; para 1980 se había multiplicado por cinco con respecto a la década de 1950 y a finales del siglo XX ya la ciudad se acercaba a los dos millones de habitantes. Sin embargo, el protagonismo que tuvo la ciudad con los Juegos Panamericanos de 1971 se fue diluyendo con el paso de los años: las infraestructuras nuevas fueron pocas desde entonces, la actividad económica empezó a mostrar señales de cambio a las cuales la ciudad no pudo adaptarse y el fenómeno del narcotráfico cogió fuerza suficiente para determinar incluso la calidad de las instituciones del municipio. De la ciudad apacible de los años setenta, Cali pasó a ser la ciudad con la mayor tasa de homicidios de Colombia y un sinónimo de la violencia que padecía el país.

A pesar de la historia con sus altos y bajos que ha tenido, Cali no tuvo la ocasión de desmarcarse de la normalidad. Si alguien quería medir la temperatura del país, podría mirar a esta parte del Valle del Cauca, que normalmente permitía mostrar una fotografía mejorada y aumentada de la realidad nacional. En 1999, Colombia vivía un genuino annus horribilis; venía de una auténtica crisis institucional por cuenta del ingreso de dineros del narcotráfico a la campaña presidencial del ganador de las elecciones, la guerrilla de las FARC mantenían un control territorial y se consolidaba como el mayor elemento desestabilizador del Estado, la crisis económica avanzada con la destrucción de millones de empleos y con la contracción de la economía en un impresionante 4,6%. Cali absorbió estas dinámicas quizás más que cualquier otra de las ciudades importantes de Colombia: si bien aglomeraciones como Medellín enfrentaron problemas similares, la capital vallecaucana tuvo unos efectos más severos y duraderos. La tasa de desempleo de la ciudad superaba el 20%, las finanzas públicas estaban en rojo y el sueño del Metro fue archivado. Los secuestros de La María, el Kilómetro 18 y en los siguientes años de los 12 diputados del Valle del Cauca, además dejaron ver que al problema de criminalidad urbana,  se sumaba que el conflicto armado estaba en los linderos de la ciudad. Sí, Cali era una ciudad normal: era el termómetro de lo que ocurría en Colombia a finales del siglo pasado y principios del siglo XXI. 

Cali no era la preferida por el turismo. Quizás solamente los aversos al riesgo se animaban a visitar una ciudad que desde mediados del siglo XX progresivamente fue acabando con el patrimonio arquitectónico y que ante los ojos del mundo era una ciudad riesgosa en un país con una percepción negativa en el contexto internacional. Sin mucho atractivo para el inversionista internacional y para el turismo extranjero, el panorama era aciago. A eso le añadimos que un alcalde y un gobernador se vieron involucrados con el narcotráfico -uno con más culpa que el otro-, pero en todo caso la imagen de una ciudad presa del narcotráfico y de la inseguridad estaba pesando y el ánimo de la gente en Cali estaba por el suelo. La normalidad nos pesó, porque eramos la materialización de la historia de Colombia. Lo que se vivía en el país se vivía con particular fuerza en la ciudad. Era lo normal.

Con el inicio del nuevo siglo, ciudades como Medellín, Bucaramanga, la misma Bogotá y las capitales del Eje Cafetero tuvieron un despegue interesante, que se fue consolidando en la medida en que mejoró el entorno internacional, que el país logró un punto de inflexión en el conflicto armado y la economía vivió una expansión histórica. El desempleo, la pobreza y la inseguridad tuvieron descensos importantes y persistentes en el país y en las principales capitales, sin embargo, la normalidad que tanto caracterizó a Cali en los años de crisis se convirtió en un yugo muy difícil de quitar. Los homicidios se redujeron, pero no lograron convergencia con la tasa nacional; la pobreza se redujo, pero siguió estando por encima de lo logrado en el país; el desempleo tuvo un descenso importante, pero mantuvo a la capital del Valle por encima del promedio de las 13 principales áreas metropolitanas y como destino turístico y de negocios seguía estando por debajo de ciudades como Medellín, Bogotá, Cartagena y la misma Barranquilla. 

Sin embargo, Cali se planteó no seguir siendo normal. En un país que empezaba a presentar un aspecto diferente al mundo, con una economía en expansión y con el favor de los inversionistas, además que lograba estar en el radar del turismo internacional, la capital del Valle logró aprovechar esos buenos vientos: desde 2012 se retomó la tendencia en la reducción de los homicidios, aumentó la inversión extranjera, la pobreza se redujo más que en el resto de las trece ciudades más importantes del país y la tasa de desempleo que por años estuvo entre cinco y siete puntos porcentuales por encima de la media nacional empezó a converger con la tasa nacional. El turismo en Cali se convirtió en un sector con un inmenso potencial, que ha visto crecer por encima del 10% anual el número de visitantes, lo cual supone que es un destino cada vez más interesante. Con la ampliación del aeropuerto internacional, la ampliación de la oferta hotelera y la diversificación del potencial gastronómico y una variada oferta cultural encabezada por 14 festivales, la ciudad sin duda apuesta por salir de la normalidad, esa a la que parece haber estado condenada durante casi tres décadas.

¿Qué queda por delante? Hay un trecho aún por recorrer para salir totalmente de la normalidad. Podría mencionar algunos: los altos costos de los pasajes desde y hacia Cali, la percepción de inseguridad que aún persiste, la necesidad de mejorar la oferta de transporte público, la cual sin duda debe incluir un sistema ferroviario, y la renovación urbana del centro, que implica recuperar espacios muy valiosos y hoy ampliamente desaprovechados como el sector de Santa Rosa, San Bosco, San Nicolás y los alrededores de la Plaza de Caicedo y la Plazoleta de San Francisco. Hay que tener algún grado de testarudez para creer que Cali es la misma ciudad de hace 20 años, pero también algo de ingenuidad para pensar que el camino ya está recorrido. 

Si hay algo para lo cual sirve la historia es para describir y narrar el cambio social en el largo plazo. En tiempos en los cuales se ha ido construyendo una desazón colectiva basada en forzar el desconocimiento de cualquier conquista o avance en la sociedad, resulta esencial mirar hacia atrás con un espíritu analítico que permita identificar esa mutación que, a distintos ritmos, experimentan los colectivos humanos. Cali no ha sido una excepción y al mirar tres décadas atrás resulta imperioso determinar con alguna precisión en qué aspectos hemos progresado, en cuáles a mayor velocidad y en cuáles estamos rezagados. La realidad es que la ciudad tiene una mayor cobertura de servicios públicos y de servicios de salud; su población está más educada y hoy sabe hacer más cosas que hace treinta años; es menos pobre; es menos violenta, aunque persiste una criminalidad agobiante y está mucho más sólida en su gestión pública -sería difícil pensar en una ciudad quebrada como la que recibió el siglo XXI-. Quizás convencernos de cuánto hemos avanzado nos motive a continuar la marcha hacia adelante. 


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