El poder incómodo
Un
abrebocas
Colombia ha sido un país de
huelgas y paros en el último siglo, pero no ha sido un país de movimientos
populares con alta incidencia política. Y aquellos movimientos con alguna clase
de motivación política terminaron en sucesos violentos y de ingrata
recordación: Marquetalia y luego las elecciones de abril de 1970, que dieron
vida al fatídico M-19. Por lo general, las huelgas en Colombia han obedecido a
grupos de interés muy específicos, como el paro indígena, el paro agrario o el
paro camionero, que impactaron a la economía pero poco o ningún cambio
sustancial generaron en el contrato social.
Quizás la violencia, la
confrontación armada y una inexplicablemente estable democracia han mantenido a
los colombianos sumidos en la docilidad, en esa extraña sensación de creer que
cualquier levantamiento popular es por definición inconveniente y peligroso.
Ese rasgo conservador de la Colombia urbana ha hecho que el cambio social sea a
menudo lento y se perciba en el ambiente un carácter reaccionario a las
transformaciones inevitables que demanda la sociedad colombiana. No en vano
hizo carrera creer que el feminismo, la unión de parejas del mismo sexo, el
aborto o la educación superior gratuita para los más pobres son una amenaza de
la izquierda comunista en contra de los valores de la República. No me imagino
la cara de Lenin, Mao o Stalin si pudieran escuchar a quienes dicen que los
derechos de las parejas del mismo sexo son parte del programa del Comunismo. Es
claro que este momento de convulsión social en Colombia ha dejado en evidencia
la pobreza conceptual de ciertos sectores conservadores de la sociedad.
El movimiento del 21 de
noviembre que empezó en Colombia tiene varias lecturas que intentaremos hacer
aquí. Pero, me atrevo a sugerir, que la acumulación de energía y fatiga por
parte de los colombianos, sobre todo de los más jóvenes, se está convirtiendo
en un dolor de cabeza necesario para quienes ostentan el poder. No basta una
sociedad basada en el principio de la libertad, si la igualdad ante la ley y en
el acceso a servicios esenciales está constantemente en tela de juicio y
mientras la fraternidad, entendida como los lazos de afecto, confianza y
solidaridad entre el género humano, se diluye en rencillas ideológicas de
precario andamiaje intelectual. El uribismo, a su paso por la oposición en los
últimos ocho años, sembró demasiadas tormentas en los distintos foros en que
hizo presencia y ocasionó que el péndulo que tuvieron en sus manos hoy se les
devuelva con la rabia de quienes se radicalizaron, una respuesta esperable a la
contención reaccionaria del ahora partido de gobierno a cambios sociales como
el aborto, los derechos de género y el acuerdo de paz. Incomodar al poder,
concluye preliminarmente la juventud, es un derecho democrático.
Acto
1: la agenda del paro.
Los sindicatos y las
confederaciones de trabajadores de Francia se levantaron contra la propuesta de
reforma a las jubilaciones del Gobierno del primer ministro Edouard Phillippe y
de la presidencia de Emmanuel Macron. En Chile, el levantamiento empieza con el
aumento del precio del metro, el cual deja en evidencia un aumento sostenido
del costo de vida en relación con unos salarios que no crecen lo suficiente. En
Colombia no existe una razón clara para haber empezado el movimiento social,
aunque la explicación del movimiento pendular pueda ser acertada. A la luz de
las cifras, al país no le ha ido tan mal: la economía crece, la pobreza se
reduce, la violencia cede e indicadores como el número de turistas, por
ejemplo, muestran un comportamiento muy positivo que habla bien de la evolución
del país. Otros indicadores como los de la salud y la educación demuestran
aumentos de cobertura, reducción del analfabetismo y de la mortalidad infantil.
Bajo el ojo de un observador desprevenido, estos indicadores serían suficientes
para pensar que no hay motivos para la protesta social en Colombia; sin
embargo, el descontento popular persiste.
Identificar las razones de
ese descontento no resultará sencillo. Se podría hablar de un Gobierno bastante
amable con los gremios y con quienes históricamente han ostentado el poder, el
capital y la tierra, pero que en un año y algo más de gestión no demuestra
ninguna gran conquista destacable, además de una retórica bastante agresiva por
parte del partido oficialista. Mientras el presidente intenta ser conciliador,
su ministra del interior, la vicepresidenta y su bancada espetan con vigor a
quienes se oponen al Gobierno. La semilla de la rabia se siembra con una
palabra, pero las declaraciones del equipo del jefe del Estado son tan
impertinentes como inoportunas y poco amables con los sectores de la oposición.
No creo que se pueda dudar que el paro acelera su estallido por cuenta de una
lamentable estrategia de comunicación y una agenda de gobierno profundamente
ideologizada que apela a mantener los apoyos en las bases más reaccionarias y
opuestas al cambio de la sociedad. Pero aun así, no parece claro que esa sea la
razón que motiva al paro.
No quiero aquí hacer una
exposición de cifras, pero a pesar de los inmensos avances que ha tenido
Colombia en los últimos años, ni el malestar social ni sus causas más profundas
han desaparecido. Dado que el paro está principalmente aupado por la juventud y
por estudiantes universitarios, es importante resaltar que en Colombia 40 de
cada 100 estudiantes abandonan sus estudios. Por supuesto, el factor económico
juega un papel importante, en un país donde la población más pobre tiene una
oferta limitada en el Sistema Universitario Estatal y en los créditos de largo
plazo del Icetex. Vale la pena mencionar, aunque a algunos convenientemente les
disguste este tipo de comparaciones, que en Francia la deserción se ubica en 20
de cada 100 estudiantes.
A esto se suma el
desfinanciamiento crónico de las universidades públicas, las brechas entre la
calidad de la educación privada y la pública y el hecho que una familia pobre,
para mandar a un hijo a la universidad, tiene que asumir costos más elevados
como proporción de su ingreso que un estudiante de clase media o alta. Sin duda
alguna, una injusticia que lamentan muchos jóvenes que desertan y, más aún, los
bachilleres que no logra absorber el sistema.
Difiero de quienes piden
educación gratuita universal, pero sí debería avanzarse en una necesaria reforma
del sistema que privilegie a los percentiles de población de menores ingresos.
El motor de la efervescencia social de los últimos días es justamente la movilidad
social y, hay suficiente ilustración al respecto, es la educación la mejor
estrategia para reducir las brechas. No creo que los más pobres deban recibir
del Gobierno líneas de crédito, sino una inversión focalizada para que los
jóvenes puedan acceder a educación terciaria. En el largo plazo la inversión en
capital humano permitiría a la economía colombiana crecer más y repartir mejor
los beneficios de esa expansión del PIB. Ese debería ser uno de los productos
del acuerdo que se derive del movimiento popular pero, inexplicablemente, no
aparece con contundencia en la agenda propuesta al Gobierno.
Uno de los retos de los
movimientos populares es tener un norte claro. Hoy en Colombia sabemos que hay
un malestar y que existen los motivos, pero de nada sirve un movimiento social
si sus propuestas y peticiones no se ven reflejados en alguna decisión de
política pública. Y para lograrlo, los puntos deben ser claros. Hoy el paro no
sólo tiene un problema de representación, sino que hay una agenda muy amplia,
poco concreta y sin objetivos claros que puede hacer que se difuminen los efectos
del movimiento social; el sentido de una persona para manifestar está en el
ideal de un cambio, pero si no es concreto el norte del movimiento, puede
ocurrir una desconexión. Lo anterior sería una pena, porque esa agitación
social en Colombia es una oportunidad histórica para introducir en el contrato
social algunas reformas en el financiamiento de la educación superior, implementar
los puntos pendientes del acuerdo de paz y buscar alternativas para el cierre
de brechas regionales y de campo-ciudad, por ejemplo.
Acto
2: un gobierno enamorado de su propia voz.
Iván Duque fue elegido como
el único capaz en el uribismo de
tender puentes con otros sectores y mantener los valores de su partido. Finalmente,
con limitada experiencia, llegó a ser presidente de la República con un
problema protuberante: saltó del anonimato a la Casa de Nariño, pero la mayoría
del país no le reconoce mayor mérito que ser el ungido del político más popular
de la historia reciente de Colombia. La legitimidad no es asunto de poca monta,
sino que es un presupuesto fundamental para la gobernabilidad y la
interlocución con el pueblo. Ha resultado palpable que el presidente Duque no
tiene fuerza para gobernar, incluso dentro de su mismo partido, lo cual por
supuesto hace más difícil la búsqueda de consensos. Prueba de ello es que luego
de una declaración conciliadora del presidente, viene una andanada de ataques
verbales desde su mismo gobierno y partido.
En esta parte del análisis,
conviene precisar que el causante de los problemas que hoy generan el malestar
en Colombia no es Iván Duque. De hecho, el Gobierno Duque ha sido tan
poco trascendente que es difícil identificar una política lo suficientemente
importante que pueda considerarse de alto impacto, bien sea positivo o
negativo. La pobreza, la desigualdad y otros problemas estructurales de la
sociedad colombiana como la violencia son crónicos. En el mejor de los casos, a
Duque se le puede cuestionar su baja propensión a buscar salidas a esos
problemas. Tal es el caso de la reforma tributaria, con el eufemístico nombre
de ley de crecimiento económico, que tiene
un efecto negativo en el recaudo tributario por cuenta de las exenciones a las
grandes empresas, pero que se queda corto en el recaudo a personas naturales.
En un país con necesidades de gasto público y de provisión de bienes públicos
tan elevadas, no queda muy claro qué tan conveniente sea que el recaudo por
impuestos se afecte. Para muchos resulta incomprensible que el contribuyente
pague las gabelas a las grandes empresas, pero no exista una voluntad para que,
por ejemplo, se financie la educación superior de los jóvenes de menores
ingresos.
Dentro de la eficaz máquina
de propaganda del partido de gobierno ha habido acuerdo en que la protesta debe
cargar con estigmas. No es inusual que a los manifestantes los etiqueten desde
comunistas, pasando por vagos, mantenidos y se use una retórica bastante
agresiva cuando se refieren a la protesta. Mientras por un lado el presidente
invita a un diálogo nacional, por el otro la hostilidad hace presencia con
intensidad en las redes sociales de reconocidos activistas uribistas y de los
congresistas del partido del gobierno, con mensajes supremacistas y
radicalizados que dificultan todo entendimiento. Mientras tanto, las mismas
redes del gobierno resaltan la figura del presidente, sus discursos cargados de
lugares comunes y frases grandilocuentes, como quien está enamorado de su
propia voz. Pareciese que el presidente, en últimas, no sólo es incapaz de
alinear a sus aliados para desactivar la crisis sino que cree fervorosamente
que va por el camino correcto.
El de Duque es un gobierno
conservador stricto sensu. Y no lo es
tanto por sus políticas económicas o sus posturas en torno a los derechos
sociales y políticos, sino por representar a los sectores sociales menos
tolerantes a los cambios. Bajo su sombrilla acampan gremios e iglesias con
poder político e incidencia pública, cariñosos con el statu quo, tradicionales y que temen perder su posición relativa
frente al resto de la sociedad. Disfrazan sus intereses con una superioridad
moral insoportable, pontifican sobre lo bueno, condenan lo que consideran malo
y señalan sin piedad, al mejor estilo Torquemada.
El Gobierno Duque no tiene
capacidad para hacer grandes reformas. Es un gobierno atrapado en los intereses
de su partido y de unos sectores muy poderosos de la sociedad colombiana,
históricamente poderosos. Las bases más conservadoras de la sociedad lo
ungieron como su presidente, pero sin poder. No le pertenece, porque además cree
que en sus manos el país está bien. Las barras bravas no le perdonarán si cede
ante los arrebatos del comunismo que ven en cada esquina. No podemos olvidar
que Duque es el resultado de la alianza entre Andrés Pastrana y Álvaro Uribe
Vélez, dos creyentes fervorosos de la teoría conspirativa que sugiere que desde
Caracas se coordina una insurrección que desemboque en un golpe de Estado. Duque
es el resultado de un movimiento de conservatización de la sociedad que dilató
la aprobación del acuerdo de paz, que cree que existe un complot para implantar
la homosexualidad entre los niños y que aspira a que cada ciudadano en Colombia
tenga un arma. Puede que el presidente no crea en esto, pero inexorablemente se
ve obligado a callar y aceptar estos postulados, porque cabalgando en ellos
llegó al Senado y a la presidencia de la República.
Es paradójico que el
movimiento social más importante de los últimos años busque interlocución en
este, el gobierno menos dispuesto a las transformaciones que requiere Colombia.
Epílogo:
el cambio toma tiempo, pero llega.
Titulé estas reflexiones con
una idea: incomodar al poder es un derecho que nos concede la democracia. Hoy
hay una movilización social que agrupa a diversos sectores de la sociedad
colombiana sin precedentes, expresión genuina del descontento de un país que ha
vivido en la docilidad y en la complacencia con su clase política. Sin embargo,
la falta de una agenda más corta, concreta y que interprete mejor el
sentimiento popular puede llevarnos a que los resultados tangibles de la
protesta se diluyan y queden en quimeras. Pero subyace algo que ya se ha
logrado y que no puede permitirse que se disipe: el poder está incómodo.
Históricamente, las grandes transformaciones vienen acompañados de esa
capacidad que tienen las masas inconformes de causar malestar entre quienes
ostentan los poderes dentro de la sociedad.
Ese malestar que llevamos
dentro es el que debe mover a la protesta para alzar la voz y no palidecer. Sin
caer en la negación de los avances sociales de Colombia, la protesta es la
oportunidad para reconocer que tales avances no son suficientes y que muchos
colombianos piden y necesitan más. A estas alturas, dudo de la capacidad de
Duque para darle un giro a su Gobierno, pero no dudo que en el largo plazo el
cambio social llegará. Pero este no llegará solo: por eso hoy más que nunca es
esencial que comprendamos la trascendencia de la protesta social y que desde
ella se establezca una agenda clara y limitada a unos puntos –quizás cinco- con
efectos multiplicadores amplios. Así el cambio tomará tiempo, pero no tanto.
Bien lo dijo Alexis de
Tocqueville: En una revolución, como en una novela, la parte más difícil de inventar
es el final.
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