Una patria pequeñita



Palau de la Generalitat, en Barcelona (España) tomada por el autor el 12 de noviembre de 2019

Me atreveré a escribir sobre el conflicto catalán, estando a 10 horas de España en avión, luego de unos tres años estudiando el fenómeno y tras haber pasado algunos días en un pueblo profundamente independentista en la Costa del Maresme, en Cataluña. Y cuando digo que es independentista, hablo de un pueblo en el que el 80% de sus votantes eligen partidos de izquierda separatista y en donde afanosamente buscan los 72 votos que salieron depositados por el partido fascista Vox. No será fácil, pero intentaremos reflexionar en torno a uno de los conflictos políticos más mediáticos y complejos que ha vivido España en 40 años de democracia.

Comencemos por establecer que Cataluña, con algo más de siete millones de habitantes, es la comunidad autónoma más industrializada de España y representa algo así como una quinta parte del PIB español. Excepto Madrid, que es el epicentro de servicios y que pone otro quinto de la economía ibérica, Cataluña es el motor económico del país. Para hacernos una idea, la economía española es la mitad de la economía francesa, pero es cuatro veces el tamaño de la economía colombiana. España es la quinta economía de la Unión europea y una de las 15 de mayor tamaño del planeta; así las cosas, Cataluña es una economía de similar tamaño a la del Perú, con cuatro veces menos población. Hablamos, entonces, de un territorio rico, quizás de los más ricos de Europa.

Sin embargo, es una región políticamente volátil. La independencia, una idea que nunca ha sido mayoritaria pero que ahora tiene una fuerza sin antecedentes, se ha convertido en el eje de la política catalana y determinante de fenómenos políticos en España como el ascenso de Vox. La sociedad catalana está altamente dividida entre una población urbana unionista en sus mayorías y una población rural que, en la medida en que se aleja de Barcelona y sube a la sierra, es más rebelde, catalanista, soberanista e independentista. Desde principios de la década de 2010 empezó con fuerza a crecer una serie de movimientos a favor de la República catalana, basados sobre la creencia que España los desprecia, les quita mucho y les devuelve poco. Aunque los análisis económicos no acompañan esta tesis, la realidad es que hoy cuatro de cada 10 catalanes aceptarían separarse de España. Así las cosas, ¿cómo entender a la luz de la Historia el conflicto político catalán? ¿será Cataluña una república independiente?

Vale la pena empezar por un poco de Historia general de España. Y aquí necesitamos echar mano de varios conceptos que para entender el conflicto requieren ser claramente contrastados: Estado, nación y país. Un gran número de catalanes se identifican con la idea que Cataluña es un país y que, más bien, España es una gran confederación de países. Tesis por demás defendida por Lluís Companys, mítico líder político catalán perseguido por el franquismo. Para la mayoría de los catalanes España es el Estado que no tiene Cataluña, su país y nación.

Se asume que una nación tiene un territorio y elementos lingüísticos y culturales propios. Para los catalanes, Cataluña es una nación porque cuenta con un idioma, unos valores culturales propios y unas tradiciones que la hacen distinta del resto de España -claro, no quiere decir esto que el resto de España sea igual-. Dentro del catalanismo más radical, no sólo se habla de Cataluña sino de los Países Catalanes, que son aquellos que comparten raíces históricas y abarcan casi toda la costa mediterránea de España.

La lucha independentista pretende, entonces, dotar a la nación catalana de un Estado propio; su tesis histórica para sustentar este esfuerzo es cuestionable, pero vale la pena revisarla, porque sugiere que, en algún momento de la Historia, Cataluña fue un estado independiente y que la reivindicación separatista simplemente pretende evocar lo que ya se tuvo en el pasado. Sin embargo, el error protuberante radica en algo sencillo pero que, al desmentirse, le resta todo el poder al argumento: la idea de España como estado- nación es relativamente reciente y se puede localizar en la Constitución de Cádiz de 1812. Entonces, ¿qué era España exactamente? España no era un estado como lo es hoy; de hecho, lo que existía era una corona reconocida por varios reinos, entre ellos Castilla y Aragón, este último dentro del cual se situaba el Principado de Cataluña. Si Cataluña no hacía parte de España en los siglos XV, XVI, XVII y XVIII, no era porque fuese un estado independiente sino porque en aquella época no existía el Estado nación como lo conocemos hoy. Así como Cataluña, Madrid tampoco hacía parte de España, si usamos el argumento independentista para explicar la Historia.

En el siglo XVII, Cataluña contaba con unas instituciones bastante avanzadas, pero reconocía a la monarquía hispánica como la gobernante de las tierras en la Península ibérica. Sin embargo, las tensiones entre Francia y España -nombre que la historiografía usa para identificar a los reinos unidos bajo la Monarquía Hispánica- originaron que al interior de los reinos bajo el dominio de la Casa de Habsburgo existieran algunas divisiones. Veamos un poco cómo:

En 1608 estalla la que se conoció como la Guerra de los Treinta Años, un conflicto europeo entre potencias con connotaciones religiosas y de rivalidades entre las distintas casas reales. La casa de Austria, los Habsburgo, gobernaban el centro de Europa y los reinos de la Península Ibérica y aspiraban a ejercer un dominio sobre el continente y eso supuso el malestar de los franceses que no ahorraron esfuerzos para debilitar a sus rivales. Ante los crecientes costos de la guerra, el ministro del rey Felipe IV, el conde Duque de Olivares decreta lo que se conoce en la historiografía como la Unión de Armas para que todos los reinos bajo el dominio de la Corona hispánica aporten recursos y hombres para el Ejército que está en el norte de la Península repeliendo la agresión francesa. Y de nuevo hay un contraste importante: Francia cuenta con un modelo de Estado mucho más compacto, lo que le asegura mayor control sobre las tropas y sobre el territorio.

En el Principado de Cataluña no cae bien este decreto de la Unión de Armas y se levanta una insurrección. Por un lado, los representantes del Consejo del Ciento rechazan la intención del rey Felipe IV de imponer un tributo para su Ejército a los catalanes, mientras que en los campos estalla una insurrección de los segadores -capítulo de la historia que inspira el himno de Cataluña, els segadors-. Francia ve entonces una oportunidad y establece a través del Cardenal Richelieu una comunicación con los líderes catalanes donde les ofrecen la posibilidad de quedar bajo protección del reino francés y apartarse de la Corona Hispánica, con la única condición de declararse república. Por eso se habla de la República catalana en el siglo XVII, aunque realmente solo fue un cambio de rey, amo y señor.

Durante gran parte del siglo XVII, Cataluña permanece ocupada por los franceses, aunque con un creciente desinterés por parte del rey de Francia, hasta cuando a comienzos del siglo XVIII, con la muerte del rey Carlos II, la Corte de Madrid queda en manos de Felipe d’Anjou, nieto del rey de Francia y sobrino nieto del difunto monarca; ¿y esto cómo afectó a los catalanes? La clave es entender la relación de conveniencia que ha tenido Cataluña con Francia. Si en el siglo XVII era conveniente la alianza con los franceses para mantener la rebelión al rey Felipe IV, en 1700 no cae bien que un rey francés venga a gobernar a Madrid, básicamente porque hay un hastío por la ocupación francesa en Barcelona y los territorios catalanes como resultado de la Guerra de los Treinta Años. El ascenso de un nieto de Luis El Grande a la Corona y a la cabeza de uno de los mayores ejércitos de Europa no es bien visto en Cataluña, pero tampoco es de buen recibo por los británicos ni los austriacos, que quieren evitar a cualquier costo la sucesión. Con la garantía que las instituciones catalanas serán preservadas, los catalanes respaldan a la Casa de Austria y a los británicos en su guerra contra los Borbones de Francia, que juzgan de absolutistas y despóticos. Es así como en menos de un siglo, Cataluña pasa de ser aliada de la Corte de Versalles y se convierte en su abierta opositora.

¿Pero qué subyace entonces en los hechos del 11 de septiembre de 1714? Cuando las tropas del rey Felipe V, Delfín de Francia y nuevo monarca español, toman Barcelona, reducen a los rebeldes y se convierte en el punto de partida para la supresión de instituciones catalanas de la Corona de Aragón a través del Decreto de Nueva Planta, que sujeta a Cataluña a las instituciones de la Monarquía española. Una precisión histórica es que las tropas borbónicas encuentran tantos detractores como aliados en la capital catalana. Si bien la Guerra de Sucesión amerita un capítulo completo, la realidad es que no se trató de un sometimiento a Cataluña como una nación independiente, sino que se redujo a que la dirigencia catalana apostó por la Casa de Austria para gobernar a los reinos hispánicos, mientras en Madrid llegaba un rey de la rival casa borbónica. No obstante, en el relato independentista este episodio se ha convertido en una piedra angular de las reivindicaciones históricas, porque extendieron la creencia que el 11 de septiembre de 1714 fue el sometimiento de Cataluña por la fuerza y la pérdida de su independencia. Nada más impreciso, cuando medio siglo antes se sujetaron a Francia y desde el Medioevo eran parte del reino de Aragón.

Si algo ha caracterizado a la muy bien pensada estrategia del separatismo, es ese revisionismo histórico que tiene gran acogida en las zonas menos urbanizadas. Los líderes catalanes año tras año en la Diada refuerzan una versión inexacta de la Guerra de Sucesión española, así como supieron convertir el episodio de la dictadura de Franco en una rencilla irreconciliable con España, como quien quisiera dar a entender que sólo ellos sufrieron los efectos del oscurantismo franquista. Podríamos mencionar la manera deliberada en que cuentan la Historia con una alta dosis de revisionismo y saldrían muchas páginas, como las que explican por qué es impreciso decir que la Generalitat de Catalunya ha tenido 131 presidentes, cuando podrían ser apenas 10 desde Francesc Macià.

Recorrí durante más de una semana las calles de Barcelona, de Calella, de Sant Pol de Mar, de Pineda de Mar, de Santa Susana y de Malgrat de Mar, y en todos pude percibir que, para mala fortuna del resto de españoles, el relato independentista se ha sustentado en dibujar un falso antagonismo entre España y Catalunya. Desde lo histórico, lo político y lo económico, el esfuerzo del liderazgo separatista ha sido, deliberadamente, el convencer al grueso de los catalanes sobre un sometimiento que, con una sencilla lectura correcta y rigurosa de la Historia, bastaría para entender que se trata de una ficción bien contada que alimenta el sentimiento independentista. Esto, acompañado de una torpeza por parte del liderazgo político en Madrid para abordar la situación, ha hecho que estemos en frente de un conflicto donde las voces más extremas hablan más fuerte, pero donde los puntos medios se difuminan entre esos radicalismos.

Por supuesto, hay que partir de los mismos orígenes de España para entender que es un país construido sobre la base de pueblos históricos que, por conveniencias unas veces y por estrategia otras, se integraron durante siglos sin ser partes constituyentes de un Estado nación, que vino a ver la luz en 1812 con la Junta de Cádiz y la Constitución que sería la respuesta de los españoles a la invasión de Napoleón. Pensar en el Estado nación español como un elemento compacto y homogéneo, como lo ven algunos radicales en Madrid, es equivocado y lo que logra es alimentar el credo profundo de algunos extremistas catalanes que creen que el proyecto político español no es viable por ser heredero del franquismo. Difícilmente España ha conocido más prosperidad que en los últimos 40 años de vida democrática y es poco probable que Cataluña, que le vende al resto de España 40 de cada 100 euros que produce, pueda ser más exitosa como un estado independiente que siendo parte de un proyecto de país que, con fallas, tiene más probabilidades de éxito.

Hoy en Cataluña, alcaldes de corte independentista, representantes del Estado en sus municipios, se resisten a colgar la bandera de España en sus sedes de gobierno como un acto de rebeldía, sin mayores consecuencias. Es tal el nivel de libertades del que gozan los españoles, que muchos actos de rebeldía se pueden expresar con asombrosa facilidad y sin mayores consecuencias. Mientras tanto, millones de catalanes unionistas callan ante el fragor del relato separatista, sin encontrar una guía que les permita emerger en el debate y definir la disputa que, en cualquier paso, no terminará en nada distinto a lo que ya conocemos. Finalmente, cuando se les pregunta a los catalanes qué figura política prefieren, casi el 70% dice alguna que implica continuar siendo parte de España.

Bien lo dijo Sabina: Estoy en contra de quienes quieren hacer una patria más pequeñita, teniendo una tan grande.
Que viva España.





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