El día después

Avenue Jean Médecin, Nice, France. Tomada en noviembre de 2019.

Cada 31 de diciembre solemos poner sobre la mesa una serie de propósitos e intenciones de cambio. Algunos clásicos como hacer dieta, viajar a un lugar anhelado o ir al gimnasio, pero en general todos con una intención de hacer el año nuevo uno, además, mejor. Implícito va el cambio. Un ritual que no falla y que, en cualquier idioma o cultura que comparte esta tradición, tiene unas implicaciones notables en la mente de las personas, supone un balance de lo corrido, pero también un propósito para lo que viene. El cambio es inherente a la condición humana. Hemos cambiado la forma en que vivimos, en que producimos, en que nos relacionamos, en que entendemos el mundo e incluso ese cambio se ve reflejado en el entorno, en el ambiente y hasta en los hábitos. 

No obstante lo anterior, los cambios sociales han tomado tiempo. No dejamos de ser nómadas para volvernos sedentarios en una noche, así como no fundamos ciudades y países como los conocemos en la actualidad. Roma no se construyó en un día, decían desde la antigüedad, y hay razones para pensar que el cambio social toma sus tiempos, no es una linea recta constante sino que más bien tiene sobresaltos y se va dando de a poco. La Revolución francesa no empezó el 14 de julio de 1789 con la toma de la Bastilla en París, sino que era un sentimiento de malestar que algunos nobles y comerciantes franceses empezaron a albergar desde principios del siglo XVIII. Fueron décadas de malestar, de pequeñas chispas que presagiaban un evento transformador. Sin embargo, Francia de la noche a la mañana no pasó de ser una monarquía a una república, así como el hombre no se bajó del caballo y se subió de una vez al avión. Y aún así, la Revolución no cambió radicalmente a la sociedad, aunque marcó unas sendas nuevas que tomarían otro tiempo en adoptarse.

Con la pandemia del coronavirus, muchos se han preguntado qué cambiará. Muchas voces, más motivadas quizás por el furor de una situación tan única en un siglo, dicen que nunca nada volverá a ser como antes. La presión sobre los sistemas de salud, sobre la economía, sobre las familias y el bombardeo de información en todos los frentes ha puesto la mente de los seres humanos en una espiral de emociones propias de quienes enfrentan lo desconocido. Ninguno esperaba vivir una pandemia, mucho menos que para enfrentarla le tocara a países enteros encerrarse en sus casas, dejar de ir a sus trabajos y suspender todas las actividades masivas, propias de la naturaleza humana. De un día para otro dejamos de ir a los estadios, a los bares, a los restaurantes, a conciertos, a los gimnasios, a los colegios, a las universidades y nos vimos obligados a dejarnos de ver con nuestros allegados. Y eso, naturalmente, se mezcla con la incertidumbre, el desconcierto, la angustia, el miedo y demás emociones que puede forzar una situación tan extrema.

Ante todo lo anterior, la pregunta que nos llega de manera insistente es "¿cuándo terminará esto?" y la respuesta no la conocemos. Quizás dure menos de lo que tememos pero más de lo que queremos. Lo único seguro es que va a terminar, porque no hay razones ni científicas ni históricas para pensar que un evento, por grande que sea su magnitud, no termine. Así como la pandemia de 1918 llegó y generó estragos, algo más de un año después de su primera gran oleada terminaba de la misma manera en que arribó. En una época en que la medicina no estaba al alcance de la inmensa mayoría de la gente y donde los virus apenas empezaban a aparecer en el radar de los científicos de la época. No quepa duda que en un plazo seguro estaremos mirando estos tiempos como un capítulo más de la historia humana que se va. 

Pero queda la pregunta, ¿nada volverá a ser como antes? A la luz de la historia, eventos como las guerras y las epidemias han servido de catalizadores del cambio. Un caso paradigmático es la Peste Negra, que muchos en la historiografía moderna coinciden en señalar como uno de los eventos que sentenció el final de la Edad Media; con la caída del Imperio romano y la atomización de los territorios del actual continente europeo, llega una etapa caracterizada por una visión clerical de lo humano, un teocentrismo que además definía las relaciones sociales y de producción, una extrema rigidez social y una estructura productiva basada en la agricultura primitiva. Sin embargo, distintas tensiones sociales, la pobreza, las hambrunas y las estructuras sociales tan inflexibles empezaron a reñir con un sistema económico insuficiente: las tierras eran cada vez menos productivas mientras la población crecía a tasas cada vez mayores. Condiciones climáticas adversas a inicios del siglo XIV, en lo que llamamos la Baja Edad Media, junto al florecimiento del comercio que se mezclaba con una crisis de la banca medieval, que era incapaz de producir la masa monetaria necesaria para poner a circular en la economía fueron moldeando la crisis final de esa Era. En la política, empezaron a surgir los primeros bosquejos de naciones europeas, que empezaron a ver que la manera de expandir sus economías para responder a las presiones demográficas era a través de disputas territoriales.

La Peste, entonces, llega y sirve de detonante para que todos esos eventos previos tomaran fuerza y se precipitara una serie de cambios que venían gestándose décadas atrás. Difícilmente se puede establecer que sin la peste esos cambios no se hubiesen dado, aunque hay razones para pensar que quizás la ausencia de la peste habría retrasado esas transformaciones, aunque igual habrían llegado. Por supuesto que en la Historia de Europa esta epidemia letal afectó la velocidad del cambio, con implicaciones económicas y políticas profundas pero también con efectos sobre el pensamiento filosófico, las artes y la ciencia. En ese sentido, el cambio no lo gestó la Peste; podría decirse que, más bien, lo aceleró.

El coronavirus está cambiando los hábitos de la gente, pero se puede establecer que será un asunto temporal. En el tiempo que dure la pandemia, la gente dejará de hacer cosas porque simplemente hay un choque de oferta y unas reglas de juego que lo impiden: seguramente si hubiese partidos de fútbol, conciertos o actividad urbana normal, la gente seguiría asistiendo. Cabe pensar que cuando se levanten las restricciones porque apareció un tratamiento, una vacuna o simplemente porque la enfermedad empezó de forma natural a desaparecer, la gente volverá al estadio, a los bares, a los restaurantes, a los conciertos, a los museos y a viajar una vez todo esto sea posible. Sin embargo, eso no exime que nos hagamos la pregunta, ¿qué cambiará definitivamente luego de la pandemia? ¿cómo será el día después?

No soy tan optimista que tendremos, como dice la Biblia, un cielo nuevo y una tierra nueva. La historia demuestra que hay cambios sociales, pero no llegan por igual a todas las culturas ni a los individuos. Tampoco van a abarcar todas las dimensiones de la vida humana. El mundo tendrá una cara muy similar a la de antes, aunque puede haber elementos nuevos que precipiten la adopción de tecnologías limpias para mitigar el impacto ambiental de la actividad humana - en Punjab, norte de India, mucha gente por primera vez en su vida vio el Himalaya a pesar que está a 200 kilómetros dado que antes el material particulado suspendido en el aire no permitía verlo-; quizás se le dé mayor importancia a los sistemas de salud y en países como los Estados Unidos se imponga un enfoque de aseguramiento universal; en Europa, probablemente se acelere una transformación dentro de la Unión europea, que ha mostrado una relativa inercia e inflexibilidad para atender la emergencia económica en los países del sur, como España e Italia; en América Latina quizás las reivindicaciones sociales que empezaron con fuerza en Chile y en Colombia se consoliden y mejoren algunos elementos de la política social en estos países y, en el mundo, puede que el valor de la tecnología se eleve en el terreno de la educación y del trabajo. Quizás la transformación a la economía digital se profundice luego de la pandemia pero, como se puede apreciar, podrían ser cambios muy puntuales y que se venían gestando desde antes. 

En el campo de lo humano, es difícil precisar qué tanto cambien los paradigmas. Sin duda que una persona en París o en Madrid asimilará los efectos de la situación de una manera muy distinta a como lo vive alguien en Buenaventura o en Wuhan. Dudo que sea el fin del capitalismo, del sistema económico basado en la libre empresa y en los mercados libres. El sistema, que tanta rabia despierta en algunos sectores de la sociedad, seguirá vivo. Y en eso me apego a las palabras de André Compte-Sponville, filósofo francés contemporáneo que analizó al sistema capitalista desde la moral: son los individuos quienes cambian, no los sistemas. El sistema no tiene que ser generoso, ni benevolente ni fraterno. Esas son condiciones de los individuos. Y para que nueve mil millones de seres cambiemos, quizás sea preciso más que una pandemia. Finalmente, miles de millones no verán necesidad de cambiar completamente sus valores ni su naturaleza y tal vez por eso el cambio también será limitado.

El día después de la pandemia retomaremos temas que quedaron suspendidos, quizás mucho lo primero que hagamos sea ir a una barbería, como lo hacíamos antes. No descartemos que el 31 de diciembre de 2020 estemos haciendo votos para el año 2021, mientras afuera suena la pólvora, adentro está la familia y en la mesa una cena que, aún después de la pandemia, para muchos seguirá siendo un sueño inalcanzable. 




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