Estrategias de guerra
Desde la segunda Guerra Mundial el gasto público de defensa dejó de ser un asunto propio de naciones en guerra y se volvió una de las mayores prioridades de los gobiernos de la gran mayoría de naciones del mundo, máxime en clima de Guerra Fría donde el elemento militar representaba una capacidad disuasiva enorme capaz de desestabilizar al frágil equilibrio geopolítico imperante durante más de 60 años. Por eso no es de extrañar que el impresionante armamentismo en el mundo desde 1950 se vea reflejado en que tanto países no beligerantes en la actualidad como Francia tengan proporcionalmente un mismo nivel de gasto militar que un país en conflicto como los Estados Unidos, que lidia con dos guerras simultáneas o incluso como Colombia, con graves perturbaciones del orden público durante gran parte de las últimas dos décadas.
No sorprende, entonces, que en el ejercicio de supremacía económica, geográfica y política, las naciones más avanzadas depositen en las fuerzas armadas la misma confianza que en sus servicios diplomáticos. En la actualidad pocas naciones desarrolladas ostentan un poder bélico despreciable, como Suiza, que por otras características no lo requiere, y escasamente se consigue una nación emergente con algo de fuerza que no invierta considerables presupuestos en su industria militar o modernización de su aparato militar. Las naciones se arman no para una guerra sino para dejar claro un mensaje disuasivo que podría marcar la diferencia en las complejidades de las relaciones internacionales.
De allí que llama poderosamente la atención el informe que presentó al Congreso el ministro de Defensa en el que reconoce la vulnerabilidad de Colombia ante una eventual agresión militar desde Venezuela. En el último año, por ejemplo, el Gobierno colombiano ha invertido en las fuerzas armadas cerca de 10 mil millones de dólares, una cifra nada despreciable si se considera que el Gobierno de Venezuela ha hecho toda clase de publicidad a sus inversiones, de un valor menor, teniendo en consideración que las fuerzas del vecino país son significativamente menores en tamaño y con una experiencia en el campo de batalla que las descalifica para un conflicto armado con un país cuyas tropas han desarrollado tácticas de guerra que podrían, eventualmente, darle la ventaja en una confrontación. Así las cosas, no habría motivos para pensar en las razones por las cuales Colombia debería sentirse intranquila y se descalifica el hecho que el ministro de Defensa presente un panorama inquietante al Congreso. Sin embargo las cosas no son así. De los cerca de diez millardos de dólares invertidos en gasto militar, el Gobierno colombiano destina buena parte de estos recursos a cubrir costos administrativos, pensionales y laborales, a mantenimiento de equipos ya algo vetustos y a adquirir armas para la lucha contrainsurgente, pero no hay por ahora inversiones que garanticen a la nación una defensa confiable y una capacidad disuasiva que incluso aleje el fantasma de la guerra con Venezuela.
El panorama en cuanto a superioridad aérea y naval es adverso para Colombia. Sin estos componentes una guerra dificilmente se gana y este país no tiene una flota naval ni aérea destinada para la guerra exterior cuando sí para la guerra contrainsurgente. A pesar de las inmensas inversiones que en infraestructura y gasto social que es preciso ejecutar, ningún país del mundo, sea desarrollado o emergente, está exento de tener que acudir a las vías de las armas para defender sus intereses o darle fuerza a su discurso diplomático. El Departamento de Estado no es poderoso por la capacidad de sus funcionarios, exclusivamente, sino porque tiene de respaldo a las fuerzas militares más poderosas de la tierra. Del mismo modo se esperaría que Colombia lo hiciera, cuando comparte fronteras con más de diez países, por tierra y por mar; aún así es palpable que desde la década de 1970 Colombia no actualice su fuerza aérea con aviones de combate de alto rendimiento, aún cuando procura compensar con la posesión de una poderosa flota de helicópteros, ni realice inversiones significativas que cierre la brecha tecnológica de las naves de la Armada.
La guerra es un negocio. Los países más ricos del mundo, como Francia e incluso Israel, sustentan buena parte de sus economías en la industria militar. Al año, la industria militar francesa agrega al PIB cerca de cien mil millones de dólares, cifra nada despreciable para un país con una alta producción de bienes de alto valor agregado. Pero la guerra es una necesidad cuando en algunos casos es el único lenguaje que muchos entienden. La disuasión, cuando se consigue, es de entrada la primera victoria militar que se anota un país frente a su adversario. Claramente Venezuela lo está logrando, a pesar que Colombia tiene unas fuerzas armadas tres veces más grandes.
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