Mentiras verdaderas




Las dos advertencias del presidente Santos han causado revuelo en la opinión. Parece que lejos de conseguir lo que esperaba, ha logrado despertar una profunda animadversión entre quienes consideramos que está haciendo una política basada en generar miedo. La realidad es que no es la primera vez que el presidente acude a esta estrategia -durante la campaña para su primera elección lo hizo-, ni tampoco es la primera vez que se acude a esta estrategia de comunicación en Colombia. Los dos intentos reeleccionistas de Álvaro Uribe se basaron en persuadir a través del miedo -recordemos la famosa frase de la hecatombe-, con lo cual justificó los esfuerzos para cambiar la Constitución y mantener vivo su proyecto político. Posteriormente lo hizo Óscar Iván Zuluaga y lo ha mantenido el sector opositor al Gobierno. Hablar generando miedo es y ha sido una estrategia común en los últimos años. Pero, ¿qué tan cierto es el par de advertencias hechas por Juan Manuel Santos? 

Decir que si los esfuerzos de paz fracasan las FARC se alistan para la guerra es simplemente apelar a una obviedad. Pésimo momento para decirla, toda vez que de un lado y otro aseguran que el proceso en La Habana está en un punto irreversible. Sin embargo, no deja de ser obvia la advertencia. Si no se concreta la negociación, la guerrilla no dejará las armas y mantendrá la insurrección, probablemente acudiendo a los medios que sean necesarios como el terrorismo. Nadie espera que si de La Habana nos venimos con las manos vacías, las FARC se van a dedicar a la agricultura. La experiencia señala que luego de cada intento frustrado de salida negociada hay una ofensiva de esta agrupación. El caso más reciente es cuando se rompió la negociación en San Vicente del Caguán: a los tres días secuestraron a Ingrid Betancourt, volaron un viaducto en Antioquia, recibieron al nuevo presidente con misiles que impactaron incluso la fachada de la Casa de Nariño y menos de un año después volaron el Club El Nogal en Bogotá. No existe una evidencia que pueda indicar la magnitud de la escalada militar, pero hecha una mirada rápida es de esperarse que la reacción no sea pacífica. Y tiene sentido, si los gestos de paz no llevaron a feliz término la negociación, ¿de qué sirve mantenerlos? No podemos perder de vista que se trata de un ejército ilegal cuya vocación es la guerra. De lo contrario no valdría el esfuerzo de desmovilizarlos, desarmarlos y reintegrarlos a la vida civil. 

El segundo tema es el de los impuestos. La experiencia dice que la guerra exige esfuerzos fiscales adicionales. Sea esta la ocasión para recordar que en 2002, al día siguiente de su accidentada posesión, el entonces presidente expidió un decreto de estado de excepción que lo facultó para implementar un cobro a los ciudadanos con patrimonios líquidos elevados que permitiría dotar a las fuerzas militares y de policía de recursos para emprender una ofensiva que permitiera cambiar el curso del conflicto, que entonces no dejaba clara una inminente victoria del Estado. En la historia colombiana, incluso, se recuerda cuando el gobierno de Enrique Olaya Herrera pidió al país su generosidad para financiar la guerra que enfrentó a Colombia con el Perú por la soberanía del Trapecio amazónico. Reitero: mantener una guerra es costoso y decirlo no fue el error de Santos. El problema es que con su advertencia hizo creer que en tiempos de paz no habrá más impuestos, de modo que estamos frente a dos situaciones, una real en donde es claro que la confrontación exige esfuerzos fiscales adicionales, y una incierta donde se quiere hacer creer que un escenario de paz implicará menos impuestos. 

Dado el panorama fiscal del gobierno colombiano, con una reducción de más de la mitad de los ingresos provenientes de la pasada bonanza petrolera y un contexto externo que supone un deterioro de la cuenta corriente ante una perspectiva incierta de sus socios comerciales, se acrecienta la necesidad de reformar la estructura tributaria del país. El asunto no es simplemente un aumento de los impuestos a quienes ya los pagan, sino asegurar que se reduzca la evasión, la elusión y se privilegie la progresividad, ampliando la base de contribuyentes y distribuyendo de forma más equitativa las cargas. Esta discusión no parece guardar una relación con los acontecimientos de La Habana, porque en cualquier caso el saneamiento fiscal y el aumento del recaudo tributario son esenciales para mantener la inversión pública que permita impactos positivos en la productividad y el bienestar de los ciudadanos. Y contrario a la lógica que implícitamente quiso esgrimir el presidente, el fin del conflicto hará incluso más imperiosa la necesidad de reformar el régimen impositivo colombiano. Es así como el presidente Santos parece haber dicho mentiras, aunque algunas de ellas resultaron siendo verdaderas. 

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