¿Qué hace de Cali una ciudad (más) violenta?



Cien homicidios por mes y una percepción creciente de inseguridad, que se apareja con indicadores de hurto y tasas de delito que no han logrado ser controladas por parte de las autoridades en Cali. El panorama se complica cuando se plantea en términos relativos: frente al resto de capitales colombianas y latinoamericanas, en Cali mueren proporcionalmente más personas y su presupuesto para seguridad es significativamente más bajo. Esto con la paradójica situación de ser sede de una división del Ejército, de un grupo aéreo de combate y de dos departamentos de la policía. Por supuesto, el panorama presenta cambios a lo largo de los últimos años, expresado en una reducción significativa de la tasa de homicidios (más de 100 por cada 100 mil habitantes en la década de 1990); no obstante, la tasa actual sigue siendo dos veces y medio la tasa nacional de homicidios. Quizás la cifras las conocemos y la información está disponible, sin embargo realmente lo que parece que en la alcaldía y en las distintas autoridades competentes no han logrado entender son los determinantes de la violencia en la capital del Valle: ¿por qué la violencia en Cali es mayor que en Bogotá, Medellín o Lima?

Hay indicadores que parecen arrojar indicios que bien merecen ser considerados: revisando cifras de distintas fuentes, se encuentra que el 3,9% de la población de Cali es consumidor de sustancias psicoactivas, lo cual es un 69% superior a la cifra de Colombia. Este fenómeno resulta interesante para analizar el papel que desempeña la ciudad en el negocio de las drogas ilícitas, porque entonces Cali parece que ya es un importante centro de consumo que, además, está ubicado de tal forma que aumenta su atractivo: punto de paso entre el interior del país y el Pacífico, cerca a los centros de producción y con acceso por vía carretera o fluvial, a través del río Cauca. En últimas, si las mafias querían un mercado bien ubicado, con un potencial de consumo considerable y facilidades logísticas, encuentran en Cali esas condiciones. Así pues las cosas, el narcotráfico parece que sigue siendo el principal motor del crimen en la ciudad y ahora el combustible no es otro que el consumo local. Y aquí falta una variable: así como hay una buena demanda, también hay una buena dotación de factores, en la jerga económica, que no es otra cosa que suficientes recursos para trabajar. Mano de obra abundante, barata y dispuesta a laborar en lo que sea con tal de recibir una remuneración: jóvenes sin empleo, sin acceso a la educación, excluidos e invisibles para una sociedad segmentada que pasan a ser parte de los ejércitos privados de las empresas criminales. No sorprenda entonces que la mayor parte de las víctimas de homicidios (y los victimarios) sean personas jóvenes. Al respecto falta profundizar más y respaldarlo con datos, pero los indicios son fuertes.

El vertiginoso crecimiento de economías ilegales en Cali es un fenómeno poderosamente atrayente: distintos negocios ilegales se incuban en la medida en que otros negocios ilícitos prosperan. Tal es el caso del negocio del agiotaje, esa peligrosa práctica de prestar dinero con tasas de interés superior a la tasa de usura legal y que ha sido el móvil de no pocos homicidios en Cali. Existen indicios que buena parte de los dineros que fluyen entre deudores y acreedores son recursos obtenidos de otras rentables actividades ilícitas. Por supuesto, el terreno es fértil: quienes acceden a estos créditos son personas normalmente excluidas del sistema bancario institucional y con información deficiente sobre los riesgos elevados que acumulan en el largo plazo, que rara vez son compensados por los beneficios del corto plazo. La prueba está en que muchos terminan asfixiados por los intereses y al verse incapaces de honrar el compromiso, terminan exponiendo su integridad personal y la de su familia. Aquí entonces convergen dos fenómenos: exclusión de un segmento importante de la población y la oportunidad que esto plantea para las empresas criminales y negocios ilícitos.

De modo que nos enfrentamos a un panorama complejo: la violencia en Cali encuentra una muy buena base en medio de las profundas desigualdades sociales. Sin embargo, es aún impreciso decir que por las brechas sociales que padece, entonces la capital vallecaucana es más violenta. En el fondo, enfrentamos una serie de fenómenos que se retroalimentan, que no operan en un solo sentido y que forman una especie de círculo difícil de detener: por un lado, tenemos un entorno generoso para el crimen, explicado por una ubicación geográfica, facilidades logísticas, mano de obra barata y una buena demanda y por otro lado, existen una serie de brechas sociales que impiden que una proporción considerable de la población no tenga acceso a empleo formal y educación y cuando tienen posibilidad de acceder a oferta institucional, lo logran pero de forma limitada. Ambos fenómenos tienen una relación positiva y en doble vía, cada una ayuda a extender el ciclo de la otra y allí la respuesta de política pública exige esfuerzos que, me temo, no han sido hechos. Sin esta respuesta, la violencia en Cali parece que tiene un horizonte de vida que no creo que estemos en condiciones de soportar. 


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