Los dilemas de Francia





No hay duda que Francia es un país rico. Es la segunda economía de la Unión Europea, tiene un PIB aproximadamente ocho veces superior al de Colombia, es el mayor destino de turistas del mundo y se pudo consolidar como el referente de los Estados de Bienestar europeos: un sector público con un gasto social elevado reflejado en sanidad, educación y subsidios al desempleo. Sin embargo, es noticia por las tres semanas de protestas más violentas en su historia reciente y sobre las cuales incluso Donald Trump ha emitido sus ya habituales y destempladas posturas ideológicas.

En 2017, Emmanuel Macron fue elegido como la alternativa a un modelo nacionalista y populista que provenía de los dos extremos del espectro ideológico. Bajo la concepción de los franceses, Macron reflejaba la defensa del modelo francés de bienestar que se había visto minado por los problemas fiscales estructurales acentuados por la crisis financiera global. La primera gran consideración es que el PIB de Francia ha experimentado una tendencia a crecer menos desde los años 1970, lo cual ciertamente se refleja en una caída de los índices de precios al consumidor pero también en una reducción cada vez menor del desempleo. Quizás este somero panorama sería más notable por parte del francés de a pie, de no ser porque la Administración pública francesa mantiene el gasto público más elevado de la Unión europea y una gran parte, casi el 60%, se destine a sanidad y seguridad social. Es decir, en buena medida el consumo de muchas familias francesas se mantiene por cuenta de subsidios y de servicios sociales gratuitos. Pero este modelo de bajo crecimiento económico y grandes beneficios sociales por parte del Estado se erosiona y Macron llega en un momento en que es esencial para la sociedad francesa dirimir esta situación.

Se asoma entonces un dilema: reactivar a la economía francesa sin que se pierda el modelo del estado de bienestar. Y ese es el dilema de Macron, porque para lograrlo debe consolidar un entorno más generoso con la inversión privada, la cual reacciona con mayor vigor cuando las cargas impositivas descienden. Pero el tema no es fácil, porque el dinero que deja de entrar por gravar a los capitales productivos, deberá recuperarse gravando por otro lado y normalmente esto obliga a distribuir mejor las cargas en otros sectores de la sociedad. Pero lejos de esa discusión económica, lo que está a prueba hoy en Francia es la capacidad de la sociedad de reinventarse y adaptarse a los cambios. La República no sufre una transformación profunda desde los años del General de Gaulle y quizás las reivindicaciones de los ‘gilets jaunes’ no es otra que una señal que el país necesita cambios, pero quizás hay un temor enorme a afrontarlos.

 Macron no es el culpable de todo lo que ocurre en Francia. Quizás sea responsable de algunos errores a la hora de dialogar con sus ciudadanos, pero indudablemente su presidencia llega en un momento en que se acumulan las necesidades de unas reformas dilatadas. Mientras el fantasma de la extrema derecha –que culpa a la Unión europea y a la inmigración de lo que ocurre en el país- sigue atemorizando a muchos sectores, otros creen que la única manera de despertar a Francia del letargo es adoptando posturas extremas que en el largo plazo pueden generar el efecto contrarios. La República francesa deberá pronto comprender que no puede encender el motor de su economía si no pone a andar reformas necesarias a la administración pública y al estado de bienestar. A 60 años de la proclamación de la Quinta República, quizás es la hora de reformarla. Por fin.

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