Un reflexión para la Cali de la pandemia

Foto tomada de la página del Fondo de Adaptación.

El 30 de diciembre pasado terminó una Feria de Cali que, como cada año, aglomeró a cientos de propios y visitantes. Al otro día la víspera del Año Nuevo y los deseos propios de esa ocasión. Sin duda nadie se imaginaba que tres meses después estaríamos entrando en la crisis social más aguda de nuestra historia reciente, originado por un extraño virus que empezó en una súper metrópoli china y que arrasó en países como España e Italia. No sólo no esperábamos una pandemia, sino que nadie estaba entrenado para enfrentar una. Cali entró en la turbulencia a finales de marzo y gran parte de los planes del año quedaron en tristes intenciones, la agenda pública cambió, las circunstancias nos obligaron a replantear prioridades y aquí vamos entre la incertidumbre y el ensayo y el error mirando cómo enfrentar el duro panorama. Sabemos que esto pasará, pero no sabemos cuándo.

No me equivoco si digo que el mayor reto que está enfrentando la ciudad en tiempos de esta pandemia ha sido la de organizar a la población para enfrentarla. No es fácil. Esta no es Madrid o Milán, con una población un poco más homogénea y con brechas menos marcadas, donde resultó más sencillo para las autoridades controlar, confinar e incluso desconfinar. Es difícil creer que Cali enfrentará una situación similar, porque tenemos unas características poblacionales muy diferentes, pero las decisiones que debemos tomar son similares. En marzo, fue relativamente sencillo pedirle a la población que se encerrara: una mezcla de incertidumbre, miedo y una autoridad relativamente cohesionada permitió que entre marzo y abril se pudiese mantener bajo control estricto la circulación de las personas. La epidemia parecía menguada, se velocidad de transmisión se redujo y llegó el momento de desconfinar y permitir que la población retomara algunas actividades. Sin embargo llegó mayo y la ciudad siguió en su mayoría detenida, sin muchas posibilidades de retomar el ritmo que traía antes de la emergencia.

El hastío normal de la población empezó a emerger. El discurso oficial, ambiguo, hacía un llamado a la acción colectiva y a la corresponsabilidad, pero el toque de queda y la ley seca empezaron a ser usadas con una frecuencia inédita en la Historia. Con sus acciones, el gobierno empezó a darle a la pandemia un manejo propio de una situación de orden público y no de salud pública. Y entonces, el sinsabor previsible se empezó a expresar de distintas formas, siendo la más llamativa las fiestas clandestinas en casas  y barrios. No hay fin de semana en que no haya un reporte de fiestas o aglomeraciones en algunos barrios. Los hechos pronto han demostrado que, figuras por naturaleza excepcionales como el toque de queda y la ley seca, se desgastaron y perdieron parte de su credibilidad. 

Uno de los mayores desafíos estructurales de la sociedad colombiana - y particularmente de la caleña-, es su relación con la autoridad y la convivencia con su entorno. En los últimos cuarenta años se han erosionado la relación entre los ciudadanos y la de estos con las autoridades sin que hayamos encontrado aún una solución de fondo que permita recuperar dos aspectos fundamentales de la acción de la autoridad y de la justicia: la credibilidad y la confianza. Hoy ni las sanciones ni los castigos son creíbles. Quizás por ello, en un momento tan excepcional como el que vivimos, valdría la pena considerar si es vía sanción y castigo que logramos la cooperación de la ciudadanía.

Y sumado a lo anterior, existe un problema de configuración de incentivos. El discurso oficial se ha centrado en la corresponsabilidad, pero no ha dejado claro para qué. Los mecanismos de educación comunitaria sobre los riesgos de la pandemia no han sido efectivos, no son muchos y cuando los hay, en gran medida carecen de un norte lógico: se olvida que la gente coopera si en el fondo subyace que al final habrá alguna ganancia que compense el esfuerzo. Hoy, asombrosamente, la finalidad del llamado a la acción ciudadana no está claro. Es común escuchar a las autoridades hablar de la 'nueva normalidad' -que a los ojos de cualquier observador desprevenido no es normal-, sin que exista un llamado a la acción con la finalidad de recuperar lo perdido - libertades, por ejemplo-. El mensaje oficial es ambiguo, corto, poco o nada esperanzador y, en últimas, se desdibuja aún más ante los ojos del ciudadano cuando la oferta del Estado es represiva.

Por otro lado, el panorama es aún más complejo. El confinamiento, las medidas restrictivas y las prohibiciones en tiempo de pandemia no llegan igual a la población. Mientras en el sur de Cali la densidad de la población por kilómetro cuadrado oscila entre 0 y 165 personas, en el oriente la densidad población tiene un rango que empieza en 165 y puede superar las 335 personas por kilómetro cuadrado, fenómeno particularmente fuerte en las comunas 6, 13, 14, 15 y 21. Esto se explica no solamente porque la población del oriente es más grande, sino que además viven en viviendas mucho más pequeñas que las personas en las comunas 17 y 22.

El 67% de la población del oriente es originaria de otras regiones y no llegaron a Cali en situación cómoda: lo hicieron huyendo de la pobreza y la violencia. Con un tufillo de xenofobia, algunos caleños dicen que la ciudad está mal por la gente que vino de afuera, no obstante el problema de esa población es que llegó desarraigada y en condiciones francamente desventajosas a una ciudad desconocida y con habilidades que no es fácil ubicar en el mercado laboral local (son personas que se dedicaban a la pesca y a la agricultura, principalmente). Según el Análisis de Situación Integrado de Salud de 2018, en el oriente de Cali viven más de 150.000 personas desplazadas y más de 30.000 que han sufrido la pérdida de un ser querido por homicidio. Si a eso se suma que en las comunas del oriente el 80% de la población se encuentra ubicado en los estratos socioeconómicos 0, 1 y 2, quizás valga la pena considerar si un confinamiento de la población en estos sectores y la 'mano firme' son las mejores recetas para controlar la pandemia. 

En últimas, ¿hay un problema de indisciplina? Sí, sin duda, porque ciertamente hay personas que no logran seguir y cumplir las reglas de juego de estos momentos. Pero no es un problema del oriente, es un problema general de la ciudad. Y no es un asunto que proviene de una tendencia delictiva o criminal que lleva a que la gente en Cali no cumpla las disposiciones oficiales para evitar conductas de riesgo. Aquí hay un tema profundo,que empieza por un mensaje oficial ambiguo, pasa por las marcadas brechas sociales de la ciudad y la incapacidad de entender la heterogeneidad de la población, lo cual dificulta generar los incentivos apropiados para la cooperación de la gente. Una persona que asiste a una fiesta en Pance, en la clandestinidad, tiene unas motivaciones diferentes que una persona que asiste a una fiesta en el barrio Manuela Beltrán. Quizás al entender esto, se comprenda que las recetas para ambos casos, que parecen idénticos, no pueden ser las mismas. A punta de toque de queda y ley seca no vamos a controlar a la pandemia ni tampoco vamos a responder a las demandas históricas de los sectores más rezagados de Cali. 

Nos debemos mover más entre incentivos, comunicación  efectiva y la diferenciación en el mensaje y en las políticas públicas y menos entre el prejuicio y la fe ciega que el bolillo y el fusil es lo mejor que el Estado le puede ofrecer a sus ciudadanos. La salud pública, así sorprenda a algunos en los bien arborizados sur y oeste de la ciudad, no se protege con uniformados. La pandemia desaparecerá mucho antes de que corrijamos los problemas estructurales de la sociedad caleña pero, quizás, sea un buen momento para cambiar el enfoque simplista con el que hemos visto a Cali desde el lente de los privilegios de unos pocos. 





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